Congreso Internacional de Teatro Clásico Griego: Teatro y sociedad: Las relaciones de poder en época de crisis
Valencia y Sagunt, 12-13 de marzo de 2007
En Prensa, Francesco De Martino y Carmen Morenilla (coords.), Sagunt 2007, Bari, Levante Editori, Col Le Rane
Toda tragedia es una meditación pública sobre el hombre,
o si se quiere una meditación política, pero en un sentido radical y etimológico de esta palabra:
examen de las condiciones mismas de la civilidad humana.
En sus formas más rotundas ese examen se profundiza hasta examinar la civilidad humana
contra un horizonte de animalidad y bajo una iluminación “divina”
(es decir, una iluminación que intenta proyectar en un infinito virtual
las leyes de la producción humana del sentido como condiciones inmanentes
y generatrices de ese sentido). En otras y menos ambiciosas palabras,
el tema de la tragedia son las relaciones y los límites entre salvajería,
barbarie y ley. Tal vez la fórmula más breve y general sería decir que
toda tragedia es una meditación sobre la legitimitad de la ley.
Tomás Segovia, “La vida es sueño o la crítica del oráculo” 1
1. De nobis ipsis: estudiar las variaciones de la identidad occidental
El propósito de este texto es continuar las investigaciones sobre la presencia en la historia de Occidente, sobre todo en la del teatro europeo, del mito del hombre salvaje, seductora figura que ya tuvimos la oportunidad de analizar tanto en la Odisea de Homero como en el drama satírico El cíclope de Eurípides2. Dicho mito renace una y otra vez con una tenacidad asombrosa y con una capacidad no menos prodigiosa de cambiar sus registros, construir nuevas síntesis y alterar sus funciones y mensajes, como así sucedió en el Renacimiento y en el Barroco. En esta ocasión, en la que pasamos de la Antigüedad griega a la debatida Modernidad hispana, seguiremos utilizando el marco conceptual y metodológico proporcionado por Roger Bartra en su estudio El salvaje en el espejo3 y El salvaje artificial4, cuyos resultados ya nos sirvieron de enseñanza y de estímulo. De acuerdo con sus advertencias quizá convenga insistir en que este tema de fértil plasticidad y peligrosas oscilaciones es un “inmenso mosaico” que revive en contextos muy diferentes, tanto espacial como cronológicamente, y que conseguir un panorama fundamentado de sus manifestaciones y significados requiere una “larga y ardua búsqueda”, “tarea que se encuentra aún en sus etapas iniciales”5. Invitamos por tanto a que prosiga el estudio de este mito, indispensable en el inventario de lo que somos.
Se ha dicho que a partir de la celebración del tercer centenario de la muerte de Calderón, en 1981, una joven generación de hispanistas se dispuso a construir una nueva tradición crítica en la que influía no sólo el análisis filológico, como había sido habitual, sino también la concepción interdisciplinar –filosófica, sociohistórica, antropológica– de los estudios teatrales. En diálogo con esa aproximación innovadora de nuestros colegas de lengua y literatura se inserta el presente ensayo, que desea hacerse eco de algunos hallazgos de tales colaboraciones, interpretando La vida es sueño desde esta cuestión vertebral en el discurso de la antropología filosófica que atiende a la conflictiva constitución de identidades y diferencias en la cambiante realidad sociohistórica de los seres humanos.
Si nos preparamos para el estudio de la particular mutación del mito del hombre salvaje que tiene lugar en la citada obra de Calderón, veremos que ese mito manifiesta una continuidad a lo largo de los siglos, una larga diacronía, y a la vez una serie de cambios y variaciones que lo transforman. Surgen entonces unos cuantos problemas metodológicos a considerar: A) la definición del objeto de la investigación, la demarcación de dicho mito, tarea en la que conviene implicarse aunque sea de manera indirecta, en parte para que sea posible su investigación, sin condicionarla en exceso, y en parte por lo siguiente: B) la presencia compleja y extratextual de este mito occidental, que se halla en fuentes literarias, narrativas y dramáticas, tanto cultas como folklóricas, pero también en la iconografía, en las artes plásticas y figurativas, y, por descontado, en rituales festivos religiosos, cortesanos y populares. Dicho mito tiene relevancia extraliteraria, subsiste en un contexto cultural muy diverso y plural. C) La enorme diacronía a través de la cual perdura y se modifica, desde la época arcaica de las épicas mesopotámica (Enkidu en el poema de Gilgamesh), hebrea (Caín, Esaú, Job, Nabuconosor) y homérica (los cíclopes, los gigantes y un amplio etcétera que incluye a lotófagos y sirenas) hasta nuestros días, si bien aquí nos limitaremos a su persistencia en y hasta el siglo XVII. D) Los cortes que hay que hacer en esa diacronía para detectar las mutaciones del mito y para profundizar en su análisis, es decir, los momentos de sincronía que merecen atención porque en ellos se hace más explícita la dialéctica entre tradición e innovación, con refuncionalización y nueva hibridación de los mitemas o componentes del mito. Y E) los enfoques o perspectivas con los que interpretar el mito y sus variaciones, ya que desde hace más de un siglo seguimos usando sobre todo estas tres: I) la evolucionista clásica, que atiende al desarrollo del mito a partir de una fuente primigenia; II) la difusionista, que indica que el mito se difunde en la medida de su aptitud para propagarse y poder sobrevivir, de su habilidad artístico-cultural para persistir; y III) la estructuralista –una de sus variantes es el psicoanálisis, sea en su vertiente freudiana, o en la jungiana, o bien, por ejemplo, en la lacaniana–, que insiste en la identidad estructural del espíritu humano, en la constancia tanto de la fantasía como de los problemas o contradicciones fundamentales de los seres humanos, a saber: caos-orden, muerte-vida, enfermedad-salud, ignorancia-sabiduría, vicio-virtud, tiempo-eternidad, microcosmos-macrocosmos, feminidad-masculinidad, esclavitud-libertad, hostilidad-amistad, niñez-madurez, etcétera.
Nuestro objetivo en esta ocasión es analizar qué sucede “cuando el mito cae en manos de Calderón”7, qué dimensiones adquiere en su obra. Para ello podríamos aplicar un tratamiento historicista, el que brinda la historia de las ideas, la histoire événementielle, o bien la ya citada perspectiva estructuralista. Puestos en la primera tesitura, no hay que perder de vista que las ideas son expresiones de amplias redes culturales. Por ejemplo, se ha interpretado el mito del salvaje como una expresión ideológica de la historia, la del primitivismo, naturalismo o exotismo, como si fuera el precipitado o la condensación de su primera fase. O bien, desde la segunda prespectiva, se lo ha visto como el gesto inmanente de una polaridad estructural, la que opone naturaleza a cultura, salvajismo a civilización, desorden a ley, determinismo a libertad, pasión a razón, animalidad a humanidad, profanidad a sacralidad, etcétera. A su vez, ha habido diferentes interpretaciones del primitivismo: la de un primitivismo blando (gozosa vida sin penurias, alegre y despreocupada), duro (vida sobria, al límite de la subsistencia, muy pobre y laboriosa), visto en sentido cronológico (vida primigenia, inicial, originaria, elemental, verdaderamente primitiva), en sentido cultural (vida sin técnicas ni artificios, espontánea y sencilla, dedicada a la caza y la recolección), etcétera. Generalmente, en la primera perspectiva se insiste en el inicio feliz y se posponen las facetas malignas, peligrosas, agresivas o destructoras del mito del salvaje, su rústica grosería y su lamentable vulgaridad, que han de ser superadas y de las que hay que liberarse. Por el contrario, el enfoque estructuralista es una visión demasiado estática que no da razón de los cambios que sufre el mito a lo largo de la historia, o bien los juzga como meramente superficiales, y supone, además, que se heredan los caracteres secundarios, como diría un lamarckiano. De ahí la necesidad y la conveniencia de una perspectiva neoevolucionista. Este enfoque ha de centrar la atención en aquellos momentos de transición en los que se operan mutaciones sintomáticas tanto en la composición del mito como en su función en el seno de la textura cultural que lo abarca. Y eso sucede, de forma muy clara, por ejemplo, en el Renacimiento y en el Barroco, como comprobaremos8.
2. El mito del salvaje en el teatro: los problemas de la civilización
También puede ser útil que enumeremos algunas cuestiones que conviene atender en el estudio de esta figura en el campo específico de las comedias del Siglo de Oro, aunque aquí nos limitemos, y de forma muy sesgada, a una, la ya citada de Calderón9. En el teatro el salvaje es un tema o motivo, a saber, “una de esas “unidades de significado estereotipadas, recurrentes en un texto o en un grupo de textos y capaces de caracterizar áreas semánticas determinantes” para descifrar la significación de eventos y acciones en la perspectiva del discurso ideológico de la obra”, como ha precisado una de las grandes especialistas en el problema, la hispanista italiana Fausta Antonucci10. El tema es una serie dada de secuencias narrativas y se esctructura como una fábula. Es más complejo que el motivo, elemento sencillo (icónico, simbólico, narrativo, etc.) que sirve para la construcción de la fábula o intriga. El salvaje, ciertamente, tiene unos “rasgos característicos” con los que se pueden elaborar tipologías y con los que se lleva a cabo una operación descriptiva que nos proporciona informaciones sobre su aspecto exterior, su vestido, su naturaleza (humana, suprahumana, infrahumana), su comportamiento, sus acciones, etc. El salvaje cumple una función en la economía estructural de la obra, como uno de sus personajes. Hay que analizar si es un personaje estático o dinámico, un personaje principal o secundario. Incluso si es secundario y estático, hay que ver si tiene un papel oponente, o ayudante, o meramente decorativo, de relleno o de comparsa. Si es un personaje dinámico, sujeto de la acción, se ha de saber si sus acciones o secuencias llegan a formar un tema. Para ello hay que analizar la intriga o dispositio, cómo se organiza una obra para llevar a escena la fábula, con qué actos, cuadros y escenas lo hace. Y se ha de estudiar el nivel del discurso, la elocutio, qué palabras dice cada personaje, qué estilo tiene, cómo se expresa, se han de precisar los recursos discursivos de los que se sirve el autor para mostrar el estatuto social de su personaje, su pertenencia estamental, también indicada por otros signos, como el vestido con el que aparece y el entorno en el que habita.
¿Qué significación ideológica tiene este tema del salvaje en la Comedia del Siglo de Oro? “¿Es posible que este personaje que por definición pertenece a “otro” mundo, extraño y a menudo hostil al mundo civilizado, del que desconoce las normas, nos sirva también para proponer un enfrentamiento entre la “alteridad” y la “norma”? Y, ¿con qué resultados?” Ahora bien, el salvaje no es el único personaje teatral que propone este enfrentamiento, también lo hacen el bárbaro, el indígena de tierras recién descubiertas y todavía no sometidas, aunque como tema “el salvaje no es homologable al bárbaro sino a otros tipos de personajes”, piénsese, por ejemplo, en los delincuentes y bandidos. Habría que tener en cuenta estas preguntas a la hora de abordar los problemas del poder en La vida es sueño, aunque nosotros no establezcamos comparaciones con otras obras y otros autores, como sería pertinente en una investigación de conjunto.
¿Qué significación ideológica tiene este tema del salvaje en la Comedia del Siglo de Oro? “¿Es posible que este personaje que por definición pertenece a “otro” mundo, extraño y a menudo hostil al mundo civilizado, del que desconoce las normas, nos sirva también para proponer un enfrentamiento entre la “alteridad” y la “norma”? Y, ¿con qué resultados?” Ahora bien, el salvaje no es el único personaje teatral que propone este enfrentamiento, también lo hacen el bárbaro, el indígena de tierras recién descubiertas y todavía no sometidas, aunque como tema “el salvaje no es homologable al bárbaro sino a otros tipos de personajes”, piénsese, por ejemplo, en los delincuentes y bandidos. Habría que tener en cuenta estas preguntas a la hora de abordar los problemas del poder en La vida es sueño, aunque nosotros no establezcamos comparaciones con otras obras y otros autores, como sería pertinente en una investigación de conjunto.
Andrea Briosco
El salvaje, ese ser extraño, peludo y agreste, que los europeos de la Edad Media y el Renacimiento, tanto los de estamentos cortesanos y cultos como las capas populares, representaron a menudo en las palabras de sus cuentos, relatos y poemas, en los signos de sus diversas obras de artesanía y de arte, e incluso en los curiosos personajes de sus fiestas y escenografías, posee una enorme carga simbólica: en el seno de la civilización y de la polis muestra lo que es el salvajismo occidental11, esto es, lo que los occidentales entienden propiamente como salvaje en ellos mismos, desde ellos mismos y para ellos mismos. De ahí la relevancia antropológica de su estudio, como Bartra ha puesto de manifiesto: “Los hombres salvajes de Europa guardan celosamente los secretos de la identidad occidental. Su presencia ha custodiado fielmente los avances de la civilización.”12 Ellos vigilan las fronteras de la civilidad, y lo hacen de forma diferente según los diferentes hitos del denominado progreso de la cultura europea.
El salvaje, como la etimología de su nombre indica, selvaggio, es el que habita en la selva, en los bosques, en aquella porción de la naturaleza que no está cultivada ni edificada, sino que es territorio de caza, de plantas y frutos silvestres, de cuevas, fuentes, peñas, precipicios, montañas y altas sierras de difícil acceso y travesía. Este humano que vive lejos de las ciudades y muy cerca de las guaridas de las bestias tiene largas barbas, va desnudo, con el cuerpo cubierto de abundante vello o revestido a lo sumo de simples pieles, armado con un garrote, maza o bastón. En alguna ocasión, en tales parajes inhóspitos aparece también la figura de la mujer salvaje, dotada de similares características, desnuda o con algunas pieles, de gran cabellera enmarañada, y exageradamente velluda, excepto en muy pocas porciones de su cuerpo, como la cara, los codos, las rodillas, los pechos, las manos y las plantas de los pies.
El salvaje, como la etimología de su nombre indica, selvaggio, es el que habita en la selva, en los bosques, en aquella porción de la naturaleza que no está cultivada ni edificada, sino que es territorio de caza, de plantas y frutos silvestres, de cuevas, fuentes, peñas, precipicios, montañas y altas sierras de difícil acceso y travesía. Este humano que vive lejos de las ciudades y muy cerca de las guaridas de las bestias tiene largas barbas, va desnudo, con el cuerpo cubierto de abundante vello o revestido a lo sumo de simples pieles, armado con un garrote, maza o bastón. En alguna ocasión, en tales parajes inhóspitos aparece también la figura de la mujer salvaje, dotada de similares características, desnuda o con algunas pieles, de gran cabellera enmarañada, y exageradamente velluda, excepto en muy pocas porciones de su cuerpo, como la cara, los codos, las rodillas, los pechos, las manos y las plantas de los pies.
Andrea Riccio, Pareja
Este simulacro artificial evitaba entre otras cosas que los europeos se contaminaran del pretendido salvajismo real que empezaban a descubrir en ultramar y les preservaba su identidad como hombres occidentales civilizados: era su alter ego13. En principio, el hombre salvaje, así pues, no es el miembro de una comunidad primitiva y distante, no es un indio americano, un negro subsahariano, un tártaro de las estepas asiáticas o un isleño de los mares del sur, como a partir del siglo XVIII tendemos a suponer, sino un mito previo genuinamente propio y europeo, un estereotipo que ya estaba bien arraigado en el siglo XII: la especificidad de su figura no se basa por tanto en los informes de exploradores y viajeros sobre la alteridad exterior, sobre las diferencias físico-corporales en el color de la piel o la textura del cabello y las socioculturales en alarmantes ritos y costumbres, sino en documentos artísticos y de raíz popular, fruto del imaginario occidental desde la Antigüedad, que aluden a la alteridad interior, a los deseos y temores del propio occidental civilizado, a las cavernas de su alma, a los demonios de su espíritu, a la cara oculta de su racionalidad, a sus sueños y pesadillas más recónditos y persistentes. Este mito habita a lo largo de una larguísima franja temporal, desde la época arcaica hasta nuestros días, en los que sigue obsesionando y seduciendo, sea en su aspecto de ‘freak’, sea en poéticos rituales supuestamente regenerativos en comunas y bosques. Estudiar esta creación del imaginario es, pues, como mirar una alcoba secreta, lo cual implica dejar de considerar lo que Calderón de la Barca llamaba el gran teatro del mundo14, para concentrarnos exclusivamente en este curioso prodigio de la psique occidental. El fenómeno guarda estrecha relación con la cuestión que nos convoca, las relaciones de poder en épocas de crisis, porque explicar antropológicamente la manera en que los mitos antiguos son absorbidos por la modernidad occidental también “nos da claves sobre la construcción de las identidades y de los sistemas de legitimación en las sociedades contemporáneas.”15
Aunque se lo quisiera ignorar, hay muchas fábulas, leyendas y cuentos, hay novelas y comedias que hablan una y otra vez de este misterioso personaje, que también sale en rituales festivos y aparece mil veces representado en escenarios, miniaturas y libros de horas, en monedas, grabados y cuadros, en estuches, escudos y tapices, en esculturas y bajorrelieves de escaleras, fachadas y fuentes públicas. La documentación plástica que de él poseemos es abundante, diversa y enigmática. En tales creaciones se esconde un secreto, un sentido oculto, un mensaje cifrado, que deseamos comprender. La cuestión nos concierne en particular porque este mito está ligado a la historia del teatro occidental, recordemos brevemente una de sus huellas: en el diálogo platónico que lleva el nombre del sofista Protágoras, éste, en determinado momento de su ceñida conversación con Sócrates, le dice: “También ahora, el hombre que más injusto pueda parecerte de cuantos viven en una sociedad regida por leyes sería, con todo, justo y un profesional de esta materia, si se le comparase con gentes que no tuviesen ni educación ni tribunales de justicia ni leyes ni coacción alguna que les obligase a cultivar la virtud, siendo así una especie de salvajes [ágrioi] como los que el año pasado nos presentaba el poeta Ferécrates en las fiestas Leneas. Si, de repente, te vieras en medio de estas gentes, como los misántropos en aquel coro, desearías encontrarte con Euribato y Frinondas [dos malhechores famosos] y echarías de menos con nostalgia la maldad de las gentes de aquí.” 16
Esta comedia de Ferécrates, Los salvajes [Agrioi], que se estrenó el año 420 a. C., relata la historia de dos misántropos atenienses que huyen de la corrupción ciudadana y se refugian en una región incivilizada en busca de formas de existencia salvaje despojadas de la maldad de la polis. El teatro reflexionaba a su modo y manera sobre la crisis que vivía la democracia ateniense a fines del V y criticaba la pretendida solución escapista de quienes propugnaban un retorno a la naturaleza inhumana, a lo carente de educación, domesticación y cultivo, a lo agraz y silvestre. Por los fragmentos que se nos han conservado de dicha comedia, Ferécrates dibuja a los salvajes con rasgos negativos: son gigantes que desean enterrar a los atenienses cabeza abajo (fr. 5), viven en extrema pobreza, pues se alimentan de hojas de plantas similares a coles y lechugas, de hierbas silvestres y de caracoles, llegando a comerse los propios dedos, como dicen que hacen los pulpos, cuando el hambre es extrema (fr. 13), y esos salvajes carecen de toda educación, incluso musical, ni siquiera tocan bien instrumentos de pastores (fr. 6).
Como ha explicado Marcel Detienne, en la Atenas de Pericles hubo cuatro formas de rechazar la polis, dos en dirección hacia arriba, el pitagorismo y el orfismo, que se orientaban hacia los sacrificios y los dioses, y dos en dirección hacia abajo, el dionisismo y el cinismo, que buscaban la naturaleza irrestricta y espontánea, la del salvajismo y el bestialismo, con manifestaciones como la desnudez, la ebriedad, la pederastia, el incesto, e incluso comer carne cruda y practicar la antropofagia17. Basándose en este esquema estructural R. Bartra ha indicado la duplicidad de significados que también conlleva el mito del salvaje en la Edad Media, como sucede, por ejemplo, en la figura de Merlín, mediante esos “dos grandes caminos críticos que traza Occidente para escapar de la coerción social y cultural: hacia arriba y hacia fuera, más allá de lo humano, hacia el mundo celestial o el reino de la muerte, hacia las fuerzas divinas o infernales. O bien hacia abajo y hacia adentro, más acá de lo humano, hacia el mundo natural y bestial, hacia el desierto y el salvajismo. Esta segunda vía, cínica y dionisíaca, se escapa del cristianismo y forma la base de sustentación del mito del homo sylvestris, de un ser que se emancipa de la culpa y del agobio del alma, para sumergirse como una fuerza vital desalmada en el enloquecido torbellino del cosmos animal y vegetal.” 18
Esta tendencia asilvestrada seguirá su curso de manera sorprendente. A partir del Renacimiento, a comienzos de la modernidad, los hombres salvajes adquieren nueva fuerza gracias a una extraña síntesis que acontece en la cultura europea: los sátiros y centauros de la Antigüedad grecorromana se unen con los seres humanos agrestes o silvestres de la Europa Medieval, a los que otorgan nueva sensibilidad, capaz de emocionarse tiernamente ante el amor y la muerte, como demuestran los cuadros de Piero di Cosimo, por citar un espléndido referente plástico.
Aunque se lo quisiera ignorar, hay muchas fábulas, leyendas y cuentos, hay novelas y comedias que hablan una y otra vez de este misterioso personaje, que también sale en rituales festivos y aparece mil veces representado en escenarios, miniaturas y libros de horas, en monedas, grabados y cuadros, en estuches, escudos y tapices, en esculturas y bajorrelieves de escaleras, fachadas y fuentes públicas. La documentación plástica que de él poseemos es abundante, diversa y enigmática. En tales creaciones se esconde un secreto, un sentido oculto, un mensaje cifrado, que deseamos comprender. La cuestión nos concierne en particular porque este mito está ligado a la historia del teatro occidental, recordemos brevemente una de sus huellas: en el diálogo platónico que lleva el nombre del sofista Protágoras, éste, en determinado momento de su ceñida conversación con Sócrates, le dice: “También ahora, el hombre que más injusto pueda parecerte de cuantos viven en una sociedad regida por leyes sería, con todo, justo y un profesional de esta materia, si se le comparase con gentes que no tuviesen ni educación ni tribunales de justicia ni leyes ni coacción alguna que les obligase a cultivar la virtud, siendo así una especie de salvajes [ágrioi] como los que el año pasado nos presentaba el poeta Ferécrates en las fiestas Leneas. Si, de repente, te vieras en medio de estas gentes, como los misántropos en aquel coro, desearías encontrarte con Euribato y Frinondas [dos malhechores famosos] y echarías de menos con nostalgia la maldad de las gentes de aquí.” 16
Esta comedia de Ferécrates, Los salvajes [Agrioi], que se estrenó el año 420 a. C., relata la historia de dos misántropos atenienses que huyen de la corrupción ciudadana y se refugian en una región incivilizada en busca de formas de existencia salvaje despojadas de la maldad de la polis. El teatro reflexionaba a su modo y manera sobre la crisis que vivía la democracia ateniense a fines del V y criticaba la pretendida solución escapista de quienes propugnaban un retorno a la naturaleza inhumana, a lo carente de educación, domesticación y cultivo, a lo agraz y silvestre. Por los fragmentos que se nos han conservado de dicha comedia, Ferécrates dibuja a los salvajes con rasgos negativos: son gigantes que desean enterrar a los atenienses cabeza abajo (fr. 5), viven en extrema pobreza, pues se alimentan de hojas de plantas similares a coles y lechugas, de hierbas silvestres y de caracoles, llegando a comerse los propios dedos, como dicen que hacen los pulpos, cuando el hambre es extrema (fr. 13), y esos salvajes carecen de toda educación, incluso musical, ni siquiera tocan bien instrumentos de pastores (fr. 6).
Como ha explicado Marcel Detienne, en la Atenas de Pericles hubo cuatro formas de rechazar la polis, dos en dirección hacia arriba, el pitagorismo y el orfismo, que se orientaban hacia los sacrificios y los dioses, y dos en dirección hacia abajo, el dionisismo y el cinismo, que buscaban la naturaleza irrestricta y espontánea, la del salvajismo y el bestialismo, con manifestaciones como la desnudez, la ebriedad, la pederastia, el incesto, e incluso comer carne cruda y practicar la antropofagia17. Basándose en este esquema estructural R. Bartra ha indicado la duplicidad de significados que también conlleva el mito del salvaje en la Edad Media, como sucede, por ejemplo, en la figura de Merlín, mediante esos “dos grandes caminos críticos que traza Occidente para escapar de la coerción social y cultural: hacia arriba y hacia fuera, más allá de lo humano, hacia el mundo celestial o el reino de la muerte, hacia las fuerzas divinas o infernales. O bien hacia abajo y hacia adentro, más acá de lo humano, hacia el mundo natural y bestial, hacia el desierto y el salvajismo. Esta segunda vía, cínica y dionisíaca, se escapa del cristianismo y forma la base de sustentación del mito del homo sylvestris, de un ser que se emancipa de la culpa y del agobio del alma, para sumergirse como una fuerza vital desalmada en el enloquecido torbellino del cosmos animal y vegetal.” 18
Esta tendencia asilvestrada seguirá su curso de manera sorprendente. A partir del Renacimiento, a comienzos de la modernidad, los hombres salvajes adquieren nueva fuerza gracias a una extraña síntesis que acontece en la cultura europea: los sátiros y centauros de la Antigüedad grecorromana se unen con los seres humanos agrestes o silvestres de la Europa Medieval, a los que otorgan nueva sensibilidad, capaz de emocionarse tiernamente ante el amor y la muerte, como demuestran los cuadros de Piero di Cosimo, por citar un espléndido referente plástico.
Piero di Cosimo
Piero di Cosimo
En esa época las figuras del mito se llenan de sentimientos personales, de pasiones individuales, las del hombre moderno naciente. Pero no hay que pasar por alto que este nuevo salvaje “es la sorprendente mutación de un ser cuya artificialidad es pintada con un naturalismo exquisito.”19 Detengámonos por unos instantes en esta alteración que es posible detectar en múltiples testimonios, tan bellos como enigmáticos.
3. La mutación del mito del salvaje en el Renacimiento
La modernidad construye su visión del mundo con elementos medievales, uno de los cuales es la vida como sueño, o la realidad como ser, frente al devenir o perecer. En los tiempos modernos el mito del salvaje es metáfora para entender el movimiento y los cambios, para construir el espacio histórico que separa la vida civil de la natural. “El pensamiento moderno usó al hombre salvaje para tomar distancia, en forma trágica o irónica, de la civilización, ya fuese para realizar una crítica o bien para fundamentar los valores del gobierno civil, sin renunciar por ello al uso de este mito para explorar los laberintos del ser y sus castillos interiores.”20 Se inicia así durante el Renacimiento un proceso de transición del mito del salvaje que da origen a la versión ennoblecida del hombre de la naturaleza, que se desarrollará entre los siglos XVI-XVIII, en el espacio que va de Montaigne a Rousseau y Diderot21. Es entonces cuando aparece el salvaje virtuoso, el salvaje que es bueno por naturaleza y no da muestras de perversión en los usos de su desnudez y de su fuerza.
Lucas Cranach
Lucas Cranach, La Edad de Plata
Según Mircea Eliade el mito del buen salvaje es una prolongación del mito de la Edad de Oro, del paraíso perdido, del Edén, de la perfección de los orígenes y su correspondiente nostalgia. Esa imagen mítica del hombre natural de determinados textos de Hesíodo, Horacio, Virgilio y otros autores de la Antigüedad se conservó en la Edad Media y persiste en algunos cronistas de Indias, como Pedro Mártir o Bartolomé de Las Casas22. No hay que olvidar, sin embargo, que la cultura religiosa medieval condenaba al hombre en estado natural, el homo naturalis pecador e incivilizado, como demuestran muchos tratados confesionales sobre la penitencia, que preparaban para un renacido homo christianus.
Codice medievale
Así las cosas, es más acertado concebir la versión renacentista como una mutación en la figura del homo sylvaticus, del homo agrestis medieval, que conecta a su vez con leyendas grecorromanas de sátiros, faunos y centauros23. Los salvajes son ellos mismos semibestiales, brutales, son animales, a menudo feroces y agresivos, lascivos y crueles, seres de gran talla, forzudos y gigantescos, incluso en su vertiente femenina, como la raue Else que seduce a Wolfdietrich y las silvanas o serranas del Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita.
Juan de Mandeville, El libro de las maravillas del mundo
Cárcel de amor
Pero el mito de la Edad de Oro confluye conflictivamente con el mito del homo sylvestris quizá en aquellas creencias populares menos marcadas por la teología católica, por ejemplo, en cuentos populares y campesinos de tradición oral, como el que luego recogieron los hermanos Grimm con el nombre de Juan de Hierro (Der Eisenhans): un hombre salvaje es encerrado en una jaula por el rey, y el hijo de éste, un niño, lo libera a cambio de que el salvaje le devuelva la naranja con la que estaba jugando. El rey castiga a su hijo a pena de muerte, pero el compasivo salvaje le regala un anillo mágico que lo hace todopoderoso y le salva. El cuento conecta la tradición oral con la Vita Merlini de Geoffrey de Monmouth, texto del XII. He aquí, pues, una curiosa manifestación de la cultura popular medieval, una de las fuentes del proceso de transición que llevó a la versión noble del mito del salvaje, ya bien explícita, por ejemplo, en los Ensayos de Montaigne, en los comentarios sobre los indios caníbales: el salvaje ayuda a los niños, es un ser benéfico que contrasta con la perversidad del rey y de los hombres civilizados.
Dentro del cristianismo hay una tendencia que también auspició la versión positiva del hombre salvaje, la ya antigua de la fuga mundi del monaquismo, la de los eremitas y santos de los cenobios del desierto, cultivada sobre todo en el Egipto del s. IV: recuérdense ejemplos como San Onofre, San Macario, San Pablo el ermitaño, San Antonio, Santa María Egipcíaca, o la versión penitente de Santa María Magdalena, de tanta incidencia en la Edad Media. Estos santos son capaces de comunicarse directamente con Dios, sin intermediarios, sin instituciones eclesiásticas, como reclamará en seguida el movimiento de reforma encabezado por Lutero. A ellos se suma la patrística latina monacal, con representantes como San Jerónimo, reproducido muy a menudo en el Renacimiento no sólo en su escritorio traduciendo la Bíblia sino en una cueva, con un león y una calavera, meditando, haciendo penitencia y escuchando la trompeta del Juicio Final. Según Michel de Certeau, la figura del salvaje emana del misticismo y, por contraste, prepara el camino para su opuesto, el homo economicus. El místico y el salvaje, con su vida sencilla y contemplativa, se oponen a los valores del mundo jurídico y político de la economía moderna, al valor del trabajo y el capital, fundamentos del orden que se impondrá en el XVII. Así pues, aquí hay un cambio importante: el nacimiento de la idea de que el lado natural o animal del ser humano tiene un carácter benévolo y virtuoso, una idea que será esencial en el pensamiento europeo de la Modernidad24.
Dentro del cristianismo hay una tendencia que también auspició la versión positiva del hombre salvaje, la ya antigua de la fuga mundi del monaquismo, la de los eremitas y santos de los cenobios del desierto, cultivada sobre todo en el Egipto del s. IV: recuérdense ejemplos como San Onofre, San Macario, San Pablo el ermitaño, San Antonio, Santa María Egipcíaca, o la versión penitente de Santa María Magdalena, de tanta incidencia en la Edad Media. Estos santos son capaces de comunicarse directamente con Dios, sin intermediarios, sin instituciones eclesiásticas, como reclamará en seguida el movimiento de reforma encabezado por Lutero. A ellos se suma la patrística latina monacal, con representantes como San Jerónimo, reproducido muy a menudo en el Renacimiento no sólo en su escritorio traduciendo la Bíblia sino en una cueva, con un león y una calavera, meditando, haciendo penitencia y escuchando la trompeta del Juicio Final. Según Michel de Certeau, la figura del salvaje emana del misticismo y, por contraste, prepara el camino para su opuesto, el homo economicus. El místico y el salvaje, con su vida sencilla y contemplativa, se oponen a los valores del mundo jurídico y político de la economía moderna, al valor del trabajo y el capital, fundamentos del orden que se impondrá en el XVII. Así pues, aquí hay un cambio importante: el nacimiento de la idea de que el lado natural o animal del ser humano tiene un carácter benévolo y virtuoso, una idea que será esencial en el pensamiento europeo de la Modernidad24.
Cernunnos. S. I a. C.
Extremando esta línea, se llega a sospechar que el pecado original no se extiende al hombre salvaje, el cual se comporta con bondad sin esfuerzo alguno y sin contar con ayuda sobrenatural, basta con que se haya abandonado el contexto urbano y su depravado ambiente social y se retorne a la vida familiar y natural, a las cuevas, las hierbas, la espontaneidad, la pobreza y la sencillez. Se percibe, por tanto, que facetas marginales del mito se adaptan a nuevas condiciones sociales, haciendo así que perdure su vida, que éste subsista como eje iconológico.
Un ejemplo de ello es el extraordinario conjunto de tapices de Basilea y Estrasburgo del siglo XV en los que los nobles salvajes viven pacíficamente con sus familias en bosques y montañas, jugando con perros, o en tareas pastorales y agrícolas. Las damas que aquí aparecen no sólo son capaces de acariciar y domar a los unicornios, también apaciguan a los salvajes. Pintores y grabadores del XV y del XVI, como Martin Schongauer, Jean Bourdichon o Hans Schäuffelein, han representado con finos detalles esta versión idílica del hombre salvaje, alternativa y crítica del mundo civilizado.
Schongauer, Hombre
En la literatura de la época, uno de los poemas de Hans Sachs, el zapatero poeta, representante del espíritu popular de la Reforma protestante que escribía para el hombre de la calle de su tiempo, pone las quejas lastimeras (Klagreden) contra los males del pérfido mundo en boca de unos seres puros y sencillos, ejemplo de “mundo invertido”, que son los nobles salvajes, inspirados quizá en la figura que aparecía en el carnaval de Nuremberg disfrazada con hierbas y hojas.
Le Bal des Ardents
Nüremberg. Carnaval
Otro lamento de Sachs está en la voz de un animal, un lobo, continuando así una tradición medieval –los bestiarios– que expone de manera irónica y satírica la crítica a las costumbres fieras, crueles y perversas de los humanos por parte de animales parlantes dotados de atenta sabiduría y agudas observaciones y comparaciones25.
El villano del Danubio, del Reloj de príncipes de fray Antonio de Guevara, un buen representante del humanismo renacentista cristiano, obra de 1529, es otro ejemplo sintomático de esta tendencia. Un bárbaro de los pueblos del Danubio se queja ante el Senado y el emperador Marco Aurelio de las desgracias que les ocasionan sin motivo las tropas romanas, eco bien obvio de lo que por entonces ocurría en la conquista de América. Este villano o plebeyo, de nombre Mileno, tiene todos los rasgos típicos del hombre salvaje –peludo, barbado, con un árbol en la mano y de figura repulsiva y bestial–, pero posee una gran finura racional y moral, con la que detecta las mentiras y contradicciones de los pretendidamente civilizados, que son soberbios, incontinentes, ladrones, impacientes, etcétera26.
El villano del Danubio, del Reloj de príncipes de fray Antonio de Guevara, un buen representante del humanismo renacentista cristiano, obra de 1529, es otro ejemplo sintomático de esta tendencia. Un bárbaro de los pueblos del Danubio se queja ante el Senado y el emperador Marco Aurelio de las desgracias que les ocasionan sin motivo las tropas romanas, eco bien obvio de lo que por entonces ocurría en la conquista de América. Este villano o plebeyo, de nombre Mileno, tiene todos los rasgos típicos del hombre salvaje –peludo, barbado, con un árbol en la mano y de figura repulsiva y bestial–, pero posee una gran finura racional y moral, con la que detecta las mentiras y contradicciones de los pretendidamente civilizados, que son soberbios, incontinentes, ladrones, impacientes, etcétera26.
Hans Holbein, El vilano del Danubio
John Bullver, El vilano del Danubio. 1653
Poco a poco, pues, el lado natural o animal del hombre aparece representado con carácter positivo, noble y virtuoso, codificado en una potente figura mítica, que sirve también para simbolizar la alteridad de los indios de América y la de todos los oprimidos en la Europa del trabajo y el capital.
En resumen: este mito antropológico, esencialmente laico, profano y popular, participa de una corriente que aprovecha relatos y creencias antiguos y medievales para ampliar la noción secular del mismo sobre la base natural del comportamiento humano, un movimiento que las ciencias de los siglos XVII y XVIII desarrollarán y afianzarán en sus estudios de los diferentes “reinos” del mundo de la naturaleza, en investigaciones acerca de la “historia natural” de las múltiples regiones del planeta, cada vez más explorado y visitado. Una de sus aportaciones consiste en haber tenido la capacidad de situar en terreno secular los problemas morales y políticos para que se pudieran ver y pensar sin tener que acudir a instancias sagradas de dogmática respuesta. Algunos misteriosos grabados de Durero de 1498-1505, como los llamados ‘Hércules’ y ‘La familia de sátiros’, son un buen muestrario para comprobar plásticamente esta mutación que tiene lugar en el Renacimiento: de ser el modelo de la representación del vicio, la fuerza bruta, la ebriedad y la lascivia, tan explotado por los artistas del sur de Europa, los sátiros se tornan en estos dibujos un ejemplo de padres de familia, amorosos y musicales, concepción tragicómica que ya se hallaba presente en dibujos y tapices de finales del XV en Centroeuropa, como dijimos.
Albert Dürer, Hércules
Albert Dürer, Penitencia
Albert Dürer, La familia de sátiros
Este cambio que se detecta en Durero, creador de gran influencia, también es manifiesto en otros artistas italianos y germanos, como Jacopo de’ Barbari, Lucas Cranach o Albrecht Aldorfer.
Albert Aldorfer, Familia de sátiros
4. El mito del salvaje en La vida es sueño de Calderón de la Barca
Veamos ahora qué sucede un siglo después, en una obra del Barroco. La vida es sueño (1635) presenta, en principio, una figura central según el modelo del mito del hombre salvaje. Como es bien sabido, esa figura es la de Segismundo. Bastaría recordar los cuentos y leyendas de niños criados en cuevas, al margen de la sociedad, como si hubieran sido raptados por lobos u osos y alimentados por perras o cabras, sin haber visto nunca ni siquiera a una mujer, para confirmarlo. El aspecto y los atributos con los que suele salir a escena este singular prisionero también lo ratifican: largas barbas, cabellera enmarañada, descalzo, revestido de pieles, furioso y altanero, encadenado como delincuente en rebeldía, en vivo contraste con la corte palaciega y con lo cortesano y “cortés”. No obstante, habrá que dilucidar qué significa su salvajismo y si en la obra hay otros personajes que también lo ejemplifican, quizá precisamente porque ni siquiera son seres racionales. En efecto, el espacio antropológico en el que situarlo se dibuja en un terreno intermedio de difusas fronteras, que limita en la parte superior con lo angélico y con lo divino, con la luz, la belleza y la bondad, destacando versiones humanas que se aproximan a tal excelencia, como el monarca justo, el sabio de cultivada inteligencia y el santo piadoso, mientras que en la vertiente inferior, la que suelen ocupar las mujeres, los trabajadores, los niños y los ignorantes, y sobre todo la ínfima en la que se encuentran los bárbaros, los esclavos y los dementes, tiende poco a poco a confundirse con la franja correspondiente a los animales, con los domésticos, esto es, mansos, laboriosos y útiles, en primer lugar, y con los silvestres, agresivos e indómitos, en segundo lugar, para abocar hacia abajo en el mundo de lo vegetativo y de lo inanimado, de la naturaleza inorgánica y mineral, en las pócimas, los elementos y su poder descomunal. De ahí se pasa ya a los submundos, al averno y los infiernos, a los demonios y diablos, al oscuro imperio del vicio, la maldad y la muerte. Valga este breve esquema jerárquico para ubicar los pasajes y comentarios, pues si bien el mito del salvaje al mutar en el Renacimiento comenzaba a colocarse en la parte superior de tal espacio, tornándose símbolo de lo bueno, lo noble y lo puro o incontaminado, veremos que, como en la Edad Media pero de otro modo, en el Barroco se cargará de complejidad y volverá a estar oscilante y difuminado, emplazado de suyo mucho más abajo, como algo infecto, tenebroso y perverso, aunque dotado de movimientos, ambigüedades y drásticas alternativas.
4.I. El extraño comportamiento de un bruto animal
Comencemos por la Escena Primera de la Jornada Primera de la comedia, accidentado inicio que tiene un texto difícil, germen lleno de insinuaciones, pues antes de que aparezca Segismundo ya tendríamos sobre las tablas una serie de esbozos en torno al “salvajismo”, entendiendo por tal un comportamiento natural extremo, caracterizado con rasgos negativos. En efecto, el caballo de Rosaura, que con su brusco salto la hace descabalgar y la introduce en paraje desconocido, es denominado por ella como un animal híbrido, mezcla de caballo y de extraña ave de fábula, un “hipogrifo” de violentas reacciones (v. 1), similar al viento (v. 2), una fracasada combinación de los cuatro elementos (fuego, aire, agua y tierra), marcado por carencias, un fallido resumen del cosmos a fin de cuentas, como si la naturaleza tuviera deficiencias y disarmonías. Rosaura reconoce que se trata de un animal, de un “bruto” (v. 5), de un irracional, pero dicho caballo carece de “instinto natural” (vv. 5-6), constatación que si no es un mero sinsentido debe querer decir algo así como que actúa sin equilibrio, de una manera anormal, sin recta obediencia a las leyes de su naturaleza específica, por lo cual se “desboca”, se “arrastra” y se “despeña”, abandonando el camino y adentrándose entre peñascos, y –cosa peor– lanzando por el suelo a su jinete, que es quien sufre las consecuencias de ese movimiento, su caída, por lo que podemos denominarlo como brutal, esto es, “salvaje”27. Repárese, pues, en que desde el principio se constata la presencia del “salvajismo” entre lo que ya es, de por sí, salvaje, a saber, en el bruto o animal, en un ser natural, en un caballo que ha perdido su marcha normal, su galope a compás, como también sucede en la masa de aire que se pone en movimiento, en el viento violento, característico fenómeno que puede alcanzar enorme fuerza y ser gestor de tormentas y huracanes, causa de desastres. El “salvajismo” aquí aludido, por tanto, indicaría que la naturaleza sufre en ocasiones como una torsión, un salto precipitado o una pérdida, un momento de transgresión de sus leyes o de las pautas instintivas que guían el comportamiento de los elementos y de las especies en su existencia, provocando un accidente, una dolorosa caída, una ruptura de las condiciones habituales. Ahora bien, como el caballo ha recibido una doma y va montado por un jinete, siempre se podría atribuir a éste el percance sufrido, a su mala dirección, o a desajustes en la domesticación a la que se ha sometido al animal, que ya no serían, pues, algo meramente instintivo o heredado, sino el resultado de la deficiente intervención humana. Más aún, con su violenta reacción el caballo pudo haber detectado que había algo extraño en el camino, que ese paraje perdido contenía un raro “edificio” (v. 53) en el que sería posible buscar cobijo y alimento. En cualquier caso, esta primera escena es indicio de las oscilaciones de lo “natural” y de lo presuntamente “normal” y de la difícil conjunción entre “naturaleza” y “cultura” –o, si se prefiere, entre naturaleza y artificio, entre herencia y aprendizaje, entre espontaneidad y disciplina–, con lo cual problematiza el fácil recurso a la supuesta bondad del substrato natural del cosmos como fuente de explicaciones de lo que (nos) sucede, como si el siglo XVII advirtiera de golpe que las cosas son más complejas de lo que parecen, que tienen más movimientos, claroscuros y disfraces –como el que lleva Rosaura, “en hábito de hombre de camino”– de lo que suponía el nítido optimismo del pensamiento renacentista.
4.II. Rústica gruta en laberinto de peñas en lo alto del monte
El lugar en el que comienza el drama es un “confuso laberinto” (v. 6) de “desnudas peñas” (v. 7), la parte superior de un “monte eminente” (v. 15), su “cabeza enmarañada” (v. 14). El espacio de “los brutos” propiamente tales (v. 10) es el “monte” (v. 9), con lo cual encontramos de manera explícita el territorio que corresponde a lo salvaje en la tradición occidental, la alta montaña, una elevada profusión de peñas en desorden, cual cabellera sin peinar28.
Jan Mostaert, La colina
Las metonimias del texto indican que lo salvaje es al monte y a la confusión, al laberinto y a la maraña, como lo civilizado es al campo cultivado y a la ciudad, al recto orden que impera en los surcos y las calles, a la limpieza, los cortes y el trenzado de un cabello sometido a cuidados. Como “desierto monte” (v. 47) y “desnudas peñas” (v. 56), tal lugar alude a la soledad, al aislamiento, a la falta de sociedad, a no tener a nadie con quien hablar o a quien consultar en busca de orientaciones y auxilios29. Por eso quien allí se halla está perdido (v. 46), también por la hora que es, porque el día se acaba y sólo resta una “medrosa luz” (v. 52), la del crepúsculo, antesala de la noche y de la oscuridad. De inmediato el edificio que en tal paraje se encuentra añade nuevos rasgos a tal paisaje salvaje: “rústico” (v. 56), “palacio” “tan breve” (v. 57), con arquitectura de “tan rudo artificio” (v. 59), esa grosera edificación es una especie de cueva o de gruta, cuya “puerta” (v. 69), mejor “funesta boca” (v. 70), está abierta y “engendra dentro” de ella “la noche” (v. 72). La entrada es, pues, una negra oquedad, un abismo tenebroso. Ese oscuro edificio es una “torre” (v. 83), bastión militar, penal, atalaya para la defensa, construcción limítrofe en terreno fronterizo, de nuevo un símbolo de peligro, de inseguridad, hostilidades y castigos.
4.III. Un hombre miserable con pieles de fieras
En la desolación del monte, entre tinieblas, en una torre de construcción elemental, cual bruto o alimaña en su cueva, se encuentra Segismundo, como “galeote en pena” (v. 76), “mísero” e “infeliz” (v. 78), como dice de sí mismo al comienzo de la Escena II. Ese es el significativo contexto, su tétrico ambiente, sus desdichadas circunstancias, en absoluto idílicas o bucólicas. La descripción que de su aspecto hace Rosaura añade a todo ello el primer dato inequívoco para que lo cataloguemos por su propia figura, y no sólo por el rudo entorno, como un genuino salvaje: “y porque más me asombre, / en el traje de fiera yace un hombre / de prisiones cargado, / y sólo de la luz acompañado” (vv. 95-98). A ese “traje de fiera” remite la anotación escénica que indica que Segismundo aparece “vestido de pieles”. Según Bartra, “el vestido de salvaje –con pieles– es un recurso muy usado por Calderón para sugerir en los espectadores el arquetipo del homo sylvestris desnudo. Al cubrir el cuerpo con pieles se hacía alusión a una desnudez que era imposible de llevarse a escena, como ha señalado Aurora Egido.”30 Pero no es necesario remitirse a la desnudez integral, con sus reminiscencias paradisíacas o sus guiños hacia la transgresión, la vergüenza y el pudor, ese “traje” era el que a menudo llevaban los “salvajes” en las representaciones escénicas e iconográficas desde la Edad Media31. Ahora bien, tales “pieles” no son meramente las de cualquier animal utilizable, por ejemplo, de un conejo, una oveja o una vaca, sino que proceden de una “fiera”, esto es, de un felino, un lobo o un oso, subrayando así que previamente se la ha tenido que cazar y que quien ahora se cubre con ellas es también, por contacto, otra fiera, un homo ferus, un animal salvaje, agrestre y selvático, en absoluto domesticado, esto es, un animal peligroso, sanguinario y carnicero. A tal fiereza, a dicho “miserable estado”, le corresponde, como así sucederá en la Escena XVII, vestir con “pieles”, estar “encerrado” y atado a una “cadena” y “dormir en el suelo”32. En la torre, en efecto, no hay camas ni muebles, esa celda ni siquiera parece un establo, remite a una jaula con barrotes. Para subsistir en ella hay que ser duro como una roca y feroz como las fieras, que carecen de sentimentalismos33. Que es así como hay que interpretar esas “pieles” de “fiera” que visten al protagonista lo sugiere este pasaje de su monólogo: “Nace el bruto, y con la piel / que dibujan manchas bellas, / apenas signo es de estrellas, / gracias al docto pincel, / cuando, atrevido y crüel, / la humana necesidad / le enseña a tener crueldad, / monstruo de su laberinto” (vv. 133-140). La fiera salvaje, de bella piel como la del leopardo, cuyas manchas son reflejo de las constelaciones, es necesariamente atrevida y cruel, tan sanguinaria e insaciable como el monstruo del laberinto, como el Minotauro. Si recordamos que Rosaura se refería al paraje montañoso al que había sido lanzada como “confuso laberinto”, símbolo plástico de su propia desorientación, incluso podremos captar que el propio Segismundo se concibe como fiera singular, como el nuevo y artificial Minotauro34 que la “humana necesidad” de su padre le ha enseñado a ser, un monstruo doblemente cruel por carecer de libertad y hallarse encerrado en esa cueva-mazmorra, perdida entre las peñas del monte. La progresión con la que aquí se presenta peyorativamente lo salvaje es, pues, aleccionadora: un bruto desenfrenado que ha aprendido a ser cruel y atrevido y se ha convertido a la fuerza en un verdadero monstruo. ¿Llegará a alimentarse de sangre en su salvajismo, como un caníbal feroz y asesino?
4.IV. El monstruo del laberinto, un volcán
Esa última definición, el “monstruo de su laberinto”, remite, por una parte, a un universo fabuloso y mítico heredado de la Antigüedad, poblado de figuras quiméricas e híbridas, como las esfinges, los hipogrifos y los minotauros –recuérdese su trágica y persistente leyenda–35, pero también remite, por la otra, a curiosas criaturas naturales que los científicos y los artistas del XVII no se cansan de estudiar y de pintar, como las “mujeres barbudas”, retratadas por Lavinia Fontana en 1583 (Antonietta Gonsalvus), por Sánchez Cotán en 1590 (Brígida del Río) y por Ribera en 1631 (Magdalena Ventura);
María Magdalena
los “hombres peludos”, reproducidos por Ulysse Aldrovandi en su Monstrorum historia en 1642; los enanos y bufones, dignificados e inmortalizados por Velázquez, y las personas con malformaciones y con obesidades mórbidas, como Eugenia Martínez Vallejo, pintada hacia 1680 por Carreño de Miranda como “la monstrua desnuda” y “la monstrua vestida”, en cuadros que se pueden contemplar en El Prado. Lo natural, a los ojos del Barroco, tiende, así pues, hacia las anomalías y las monstruosidades, las excepciones y los fenómenos anormales, la locura y los prodigios causados por ciertas enfermedades hereditarias. Las personas que las padecían eran consideradas dignas de habitar en los palacios reales para distracción de las infantas –como épocas posteriores las exhibirán en barracones de feria y en espectáculos circenses o cinematográficos. En consonancia con lo cual, el siglo XVII también percibe la naturaleza presuntamente inanimada e inorgánica como particularmente terrible y amenazadora, susceptible de manifestarse mediante cataclismos, tempestades, terremotos, incendios, inundaciones, etcétera.
Una confirmación de lo expuesto la proporcionan los siguientes versos del monólogo de Segismundo: “En llegando a esta pasión, / un volcán, un Etna hecho, / quisiera sacar del pecho / pedazos de corazón” (vv. 163-166). La fiera o el monstruo son, en el mundo animal, como el volcán en el ámbito de la orografía, un escalofriante fenómeno natural que arroja ríos de lava incandescente que todo lo abrasan, un estallido de fuego devastador que arranca las entrañas de la tierra y las pulveriza. La referencia concreta al Etna subraya la presencia de volcanes en Europa, en nuestro mismo Mediterráneo, y remite también a la isla en la que según los mitos griegos habitaban los cíclopes, la tierra en la que Eurípides sitúa a Polifemo, el prototipo de antropófago sibarita, desconocedor de las normas de la hospitalidad, el comercio y el amor, impío egoísta, violador y asesino36. La pasión que siente Segismundo y las palabras con las que la define son, por tanto, una premonición de su talante salvaje, exponente del tipo maligno y asilvestrado, aquel que sigue el modelo del cíclope perverso y caníbal, ejemplo de la caprichosa voluntad del más fuerte, a quien enfada la menor referencia a la justicia que aplica normas de vigencia intersubjetiva: “nada me parece justo, en siendo contra mi gusto”, como dirá después (vv. 1417-1418).
Una confirmación de lo expuesto la proporcionan los siguientes versos del monólogo de Segismundo: “En llegando a esta pasión, / un volcán, un Etna hecho, / quisiera sacar del pecho / pedazos de corazón” (vv. 163-166). La fiera o el monstruo son, en el mundo animal, como el volcán en el ámbito de la orografía, un escalofriante fenómeno natural que arroja ríos de lava incandescente que todo lo abrasan, un estallido de fuego devastador que arranca las entrañas de la tierra y las pulveriza. La referencia concreta al Etna subraya la presencia de volcanes en Europa, en nuestro mismo Mediterráneo, y remite también a la isla en la que según los mitos griegos habitaban los cíclopes, la tierra en la que Eurípides sitúa a Polifemo, el prototipo de antropófago sibarita, desconocedor de las normas de la hospitalidad, el comercio y el amor, impío egoísta, violador y asesino36. La pasión que siente Segismundo y las palabras con las que la define son, por tanto, una premonición de su talante salvaje, exponente del tipo maligno y asilvestrado, aquel que sigue el modelo del cíclope perverso y caníbal, ejemplo de la caprichosa voluntad del más fuerte, a quien enfada la menor referencia a la justicia que aplica normas de vigencia intersubjetiva: “nada me parece justo, en siendo contra mi gusto”, como dirá después (vv. 1417-1418).
4.V. La quimera, el furioso hombre-fiera
No bastan, sin embargo, las alusiones indirectas, el mismo prisionero se presenta en el primer diálogo que sostiene con un desconocido –quien, además, es una mujer–, con esta confesión: “aquí, porque más te asombres / y monstruo humano me nombres, / entre asombros y quimeras, / soy un hombre de las fieras, / y una fiera de los hombres” (vv. 208-212). Segismundo se reconoce como un monstruo humano, ya que es un híbrido de hombre y de fiera, un ser intermedio entre lo humano y lo bestial, una quimera, desviación hacia abajo en la jerarquía ontológica y en el espacio antropológico; en otras palabras, es, y así lo dice, con la carga negativa y degradante que ello acarrea, un hombre salvaje feroz. Un motivo, así pues, de asombro, una incitación a la reflexión antropológica37.
Téngase en cuenta que si la enumeración de los saberes que ha aprendido parece aminorar su asumida animalidad y subrayar su evidente humanidad, su racionalidad, por ejemplo, su dominio de la retórica, conviene advertir que él los admite por la peculiar inmersión en el mundo natural de la que goza, como si poseyera una especie de “anillo del rey Salomón” y ello lo capacitara para hablar con las bestias, las aves y los peces: lo que sabe lo tiene “de los brutos enseñado, / advertido de las aves” (vv. 216-217)38. Nunca ha recibido un rico proceso de socialización, conviviendo con otras personas. Hasta ahora ha sobrevivido solitario en ese monte desierto, reducido a observar astros y animales, bajo la exclusiva supervisión del alcaide y con lo que este funcionario le ha querido transmitir. Por ello es, en gran medida, un hijo de la naturaleza, un raro prototipo de la existencia animal, aunque con el grave inconveniente de los grilletes que le impiden deplazarse.
La Escena III aporta variaciones a este tema, por ejemplo, Clotaldo se refiere a Segismundo como “el prodigio / que entre estos peñascos yace” (vv. 301-302), insistiendo en la monstruosidad de su prisionero, y éste da pruebas de su fiereza, esto es, de su animalidad, de su salvajismo, amenazando al carcelero si agravia a sus visitantes con este peculiar suicidio: “tengo que despedazarme / con las manos, con los dientes, / entre aquestas peñas,” (vv. 314-315). Por suerte, las cadenas son el freno exterior, las riendas que detienen las “furias arrogantes” (v. 324) de esa fiera, capaz de alzarse contra los cielos, cual “gigante” (v. 332), amontonando, sobre cimientos de piedra, “montes de jaspe” (v. 336), como dice de sí mismo el prisionero, aludiendo a la fábula de los gigantes que se rebelaron contra los dioses y que por ello simbolizan, aclara Covarrubias, a “los hombres locos, soberbios, impíos y bestiales.”39 Al aspecto salvaje se han asociado, pues, rasgos anímicos y caracteriológicos de bestialidad, como la furia, la impaciencia, la arrogancia, el orgullo y la impiedad, si bien no han llegado a consumarse todavía en actos delictivos porque el estar encadenado restringue el ejercicio de la voluntad de Segismundo. Los grilletes se revisten, por tanto, de simbolismo, como mostración de un viejo tema moral: las pasiones aprisionan al ser humano y le esclavizan, dejándole sin verdadera libertad. La torre, como la caverna platónica, es lugar de sujeción a las sombras, a los sentidos, al mundo sensible de las cambiantes opiniones sin fundamento; es la tumba del cuerpo en la que se está encerrado; pero Segismundo está, además, sometido por sus pasiones, dominado por la cólera y la soberbia que desafía al cielo40.
4.VI. Un “Edipo salvaje”: la víbora humana, el matricida rebelde
En la Escena VI, ya en otro contexto, Basilio explica ante la corte la situación de su hijo, en secreto encierro precisamente por las pruebas que dio de salvajismo congénito incluso antes de nacer: “Su madre infinitas veces, / entre ideas y delirios / del sueño, vio que rompía / sus entrañas atrevido / un monstruo en forma de ho(m)bre, / y entre su sangre teñido / le daba muerte, naciendo / víbora humana del siglo” (vv. 668-675). En esa premonitoria pesadilla Clorilene imaginaba, como decía Plinio de las víboras41, que el hijo que llevaba en el seno, cual ser monstruoso, nacería rompiéndole las entrañas y ocasionándole la muerte, como así sucedió: “nació Segismundo, dando / de su condición indicios, / pues dio la muerte a su madre, / con cuya fiereza dijo: / “Hombre soy, pues que ya empiezo / a pagar mal beneficios”” (vv. 702-707). Segismundo se comporta como una fiera atrevida y cruel ya en su nacimiento, como una víbora, un monstruo humano que viene al mundo acompañado de otros prodigios de la naturaleza (v. 663), como si en ese momento ésta hubiera sufrido un paroxismo, un desvanecimiento o pérdida de sentido (v. 695), ya que aquel parto mortal coincidió con un “horrendo eclipse” de sol, un oscurecimiento de los cielos, un terremoto que hizo que temblaran los edificios, una lluvia con granizo y unas riadas devastadoras ( vv. 695-699), fenómenos similares a los que acompañaron a “la muerte de Cristo” (v. 691). Esta referencia a los Evangelios indica tal vez que el recién nacido podría ser como un Adán irredento, todavía bajo el poder tentador de la serpiente; como una especie de demonio rebelde y desagradecido, de nuevo Lucifer, o bien como prefiguración del Anticristo, cuya presencia la naturaleza detectara con significativos estremecimientos. Entraríamos así en versiones teológicas del salvajismo antropológico que, en estos versos, tienen escasa apoyatura textual, aunque aporten fuertes sugerencias para la interpretación global del mito del salvaje como animal rastrero y venenoso. No es necesario insistir en esa línea hermenéutica sobre lo natural en los humanos según la religión judeocristiana, que llevaría, por ejemplo, a tesis paulinas y agustinistas, similares a otras coetáneas como las pascalianas, basta con constatar este nuevo rasgo de salvajismo: la viperina monstruosidad del nacimiento homicida del príncipe Segismundo, quien, como bien se ha dicho, comienza a existir como una especie de “Edipo salvaje”.
Ante tales signos el docto Basilio acude a sus estudios y en todo advierte “que Segismundo sería / el hombre más atrevido, / el príncipe más crüel / y el monarca más impío” (vv. 710-713), por quien el reino se convertiría en campo de traiciones y vicios, “y él, de su furor llevado” (v. 717), pondría al viejo monarca a sus pies, arrebatándole la corona. Sintiéndose amenazado, el rey da crédito a lo que los hados pronostican y ante tales vaticinios “determiné de encerrar / la fiera que había nacido” (vv. 734-735) en “una torre / entre las peñas y riscos / desos montes” (vv. 740-742). Por ello hasta ese momento, en efecto, el príncipe “ha sido / cortesano de unos montes, / y de sus fieras vecino” (vv. 813-815). Con tales comparaciones se afianza una relación estructural que contrapone sistemática y reiteradamente el hombre salvaje al miembro de la corte real, la torre entre montañas al palacio en la ciudad, la vida entre fieras a la convivencia entre nobles y cortesanos, la reclusión encadenada a la vida en libertad civil. Más adelante, Astolfo lo dirá en fórmula afortunada, radicalizando la analogía: “que lo que hay de hombres a fieras / hay desde un monte a palacio” (vv. 1434-35). Puesto que el recién nacido ha demostrado que es una fiera, el lugar que le corresponde es la alta montaña en el campo, el territorio salvaje por excelencia, lejos de la ciudad y de su centro, el palacio del monarca.
4.VII. Una elección radical: autodominio magnánimo o prepotencia lasciva y asesina
A pesar de los pronósticos, Basilio quiere llevar a cabo un experimento para asegurarse de la genuina condición de su hijo y saber si es “prudente, cuerdo, benigno” (v. 809) y desmiente al hado, o, por el contrario, “si él, / osado, soberbio, atrevido / y crüel, con rienda suelta / corre el campo de sus vicios” (vv. 816-819). Surge aquí una decisiva dualidad axiológica, la que diferencia entre el humano justo y el injusto, el civilizado y el salvaje, el noble y el vil, que recuerda la pregunta que ya Odiseo reiteraba en su leit-motiv antropológico, móvil de varias de sus aventuras, como cuando fue a visitar a los cíclopes y necesitaba averiguar si se hallaba ante malignos salvajes: “Mis leales amigos, quedad los demás aquí quietos / mientras voy con mi nave y la gente que en ella me sigue / a explorar de esos hombres la tierra y a ver quiénes sean, / si se muestran salvajes, crueles, sin ley ni justicia, / o reciben al huésped y sienten temor de los dioses.”42 En la obra de Calderón se repite una alternativa muy similar entre fiereza (en el sentido de furia desmedida, de bestialismo y ferocidad), atrevimiento, crueldad, osadía y soberbia, características del hombre salvaje vicioso, y prudencia, cordura, magnanimidad y autodominio, notas del hombre noble y virtuoso. Más adelante, en la Escena Primera de la Jornada Segunda, la disyuntiva con la que Basilio resume el planteamiento distingue entre “ser cruel y tirano” o “vencerse [a sí mismo] magnánimo” (vv. 1116 y 1118), un autodominio que implica actuar “con valor y con prudencia” (v. 1109)43. Y en la Escena Sexta, una vez demostrado el agresivo y mortífero salvajismo de Segismundo como príncipe adulto al haber defenestrado a un criado que le recriminaba su injusta actitud, esto es, al haber cometido “un grave homicidio” (v. 1455), Basilio lo define con estos adjetivos: “Bárbaro eres y atrevido;” “soberbio, desvanecido [envanecido]” (vv. 1520 y 1524), cuando lo adecuado hubiera sido que aquél en todo momento se hubiera manifestado “humilde y blando” (v. 1529). Con su acción criminal el propio príncipe ha obtenido una respuesta sobre su identidad: “Pero ya informado estoy / de quién soy, y sé quién soy: / un compuesto de hombre y fiera.” (vv. 1546-1547). Su salvajismo le sitúa en la zona más baja del espacio antropológico, la más alejada de lo excelente, contrapuesta a lo angélico y a lo divino.
Poco depués, en la Escena Octava, culminando este doble proceso de autoconocimiento y de degradación, se subraya la salvaje bestialidad de Segismundo por la violenta manera en la que quiere forzar a Rosaura y gozar de ella, deshonrándola. En la dramática respuesta que la mujer pronuncia se encuentra la mejor definición del salvajismo del príncipe, el resumen más completo de los rasgos que lo caracterizan, enunciado aquí por quien es víctima de libidinosa agresión, de “loco deseo”, de tiranía delictiva, de la fuerza bruta de un macho prepotente: “Mas ¿qué ha de hacer un hombre, / que de humano no tiene más que el nombre / atrevido, inhumano, / crüel, soberbio, bárbaro y tirano, / nacido entre las fieras?” (vv. 1654-1658). El comportamiento de Segismundo es, por partida doble, peor que el de un animal salvaje, él actúa como egoísta caprichoso, sanguinario y lascivo, asesino y violador. Si en tal contexto la voz de Clotaldo le advierte y le aconseja, esas palabras sólo consiguen provocar “ira” (v. 1671), “cólera” (v. 1687) y “rabia” (v. 1680) que le llevan a intentar un nuevo homicidio. Las posibles dudas u oscilaciones entre diferentes grados de humanidad para tratar de caracterizarle han cesado con ello definitivamente, sólo resta en su definición lo inhumano, el ámbito de la perversión, el territorio de los vicios, el bestialismo desenfrenado. El mito del salvaje se ha reproducido en una versión excepcionalmente innoble y malvada, en la que sólo está ausente un rasgo típico de su versión tradicional: el canibalismo. En ella el Barroco reflexiona con radicalidad sobre el ser humano, diseccionando de modo implacable la conducta del hijo del monarca, del príncipe heredero de la corona, un modelo de horrorosa inhumanidad cuando ejerce su irrestricta voluntad de poder en esa especie de sueño atroz o de pesadilla que viene a ser su despertar en palacio44.
4.VIII. Otros salvajismos: el vulgo, las drogas
Pero la obra no acaba en este punto, al contrario, desde aquí arranca un proceso de transformación que convierte al salvaje por antonomasia en un rey prudente y magnánimo. No es el momento de exponerlo, pues todavía quedan abiertos varios interrogantes sobre la cuestión del salvajismo. La obra, ciertamente, contiene otros representantes de la mítica figura, por ejemplo, el vulgo, la masa o multitud, “la gente” (v. 2347), un “ejército numeroso / de bandidos y plebeyos” (vv. 2303-2304) que no quiere que lo gobierne un extranjero cuando ya sabe que tiene un “rey natural” (v. 2290). Este colectivo popular insurrecto también está considerado como “salvaje” por el viejo monarca Basilio, que entonces ve peligrar su trono. Por eso le dice a su sobrino: “¿Quién, Astolfo, podrá parar prudente / la furia de un caballo desbocado? / ¿Quién detener de un río la corriente, / que corre al mar, soberbio y despeñado? / ¿Quién un peñasco suspender, valiente, / de la cima de un monte, desgajado? / Pues todo fácil de parar ha sido, / y un vulgo no, soberbio y atrevido.” (vv. 2428-2435). Cuando Clotaldo le cuenta al monarca la liberación de Segismundo por parte del ejército rebelde utiliza de nuevo metáforas inequívocas de “salvajismo” para referirse a la plebe enemiga: “el vulgo, monstruo despeñado y ciego” (v. 2478). Los pasos que ya hemos expuesto, desde la violencia del caballo al inicio de la obra hasta la ferocidad asesina de Segismundo en el palacio, resuenan en estos adjetivos de poderosa condensación, que subrayan que lo salvaje en los grupos humanos es más difícil de dominar que en sus manifestaciones naturales en animales, ríos o peñas.
Otra porción de la realidad aparece en la obra como particularmente salvaje, a saber, las drogas, la poción o bebida que Basilio manda confeccionar para su hijo, “mezclando / la virtud de algunas hierbas, / cuyo tirano poder / y cuya secreta fuerza / así al humano discurso / priva, roba y enajena, / que deja vivo cadáver / a un hombre, y cuya violencia, / adormecido, le quita / los sentidos y potencias...” (vv. 992-1001), como dice Clotaldo. Tales hierbas son “el opio, la adormidera / y el beleño” (vv. 1023-1024). Sus increíbles efectos, aparentemente mágicos, son ciertos, los ha demostrado repetidas veces la experiencia, de ellos se sirve la medicina aprovechando los “secretos naturales”, la “calidad determinada” que poseen animales, plantas y piedras (vv. 1005-1011). Tales secretos pueden producir “mil venenos” que “la humana malicia” examina para dar la muerte, pero si se templa su “violencia”, entonces no matan, “aduermen” (vv. 1012-1017). El poder del veneno, usado incluso como metáfora, es “cruel” (v. 1633), y está “de furia, de rigor y saña lleno” (v. 1635). Se manifiesta aquí, una vez más, la atenta mirada del Barroco sobre las fuerzas secretas de la naturaleza, en cuyo “salvajismo” detecta ambigüedades y polivalencias, pues lo mismo pueden servir de remedios medicinales que de armas letales, todo depende de la proporción o medida, del control que las temple. Y, por supuesto, de quien tome la decisión al respecto y de quien la ejecute, con lo cual estos versos también nos están sugiriendo que las órdenes de Basilio y la servil obediencia de Clotaldo tienen su “lado salvaje”, pues no dejan de ser un abuso de poder, un acto de violencia sobre el cuerpo y sobre la razón de Segismundo: ellos explotan para sus intereses las cualidades “salvajes” de los diferentes reinos de la naturaleza, el animal, el vegetal y el mineral.
4.IX. El salvajismo innato y el salvajismo como producto familiar y social
Es suficiente lo expuesto, sin entrar en otras líneas que también cumplen su función en la trama de la obra –por ejemplo, la cuestión del honor en las relaciones entre Astolfo y Rosaura, o las ambiciones por la corona por parte de Estrella y de Astolfo, etcétera–, para que subrayemos otro aspecto relevante en el tratamiento calderoniano del salvajismo, a saber, que no es solamente un germen congénito, un desarrollo espontáneo en el individuo, sino el resultado de una violencia que éste ha sufrido, la airada respuesta de una víctima que sólo puede reconocerse como existiendo en el mundo y a la que se la ha condenado sin haber hecho uso de la libertad. En este sentido, un ser humano se torna salvaje, un mal salvaje, si se lo considera y se lo trata como a tal por principio, haga lo que haga, e incluso antes de que propiamente pueda hacer nada; nunca es, por lo tanto, un presunto inocente, sino que, desde que nació, es un delincuente condenado a la reclusión, un huérfano privado de familia, criado con la trágica ausencia de la figura paterna, pero con todos los efectos del poder absoluto en su contra, con la forzada sumisión a un padre-patrón que carece de clemencia. De todo ello Segismundo es bien consciente, pues cuando Basilio desiste de darle los abrazos con los que pensaba recibirle, dice: “Sin ellos me podré estar / como me he estado hasta aquí, / que un padre que contra mí / tanto rigor sabe usar / que con condición ingrata / de su lado me desvía, / como a una fiera me cría, / y como a un monstruo me trata, / y mi muerte solicita / de poca importancia fue / que los brazos no me dé, / cuando el ser de hombre me quita” (vv. 1476-1487). En efecto, el príncipe ya sabe en esos momentos que su padre y su rey (v. 1508) le ha quitado durante todo el tiempo, hasta ese momento, “libertad, vida y honor” (v. 1516), y que, por consiguiente, el monarca está en grave deuda con él: ha cometido un crimen de lesa humanidad al deshumanizarle45.
Este enfrentamiento clarifica las dos perspectivas desde la que se contempla el salvajismo, aquella que lo considera un fruto espontáneo y dañino de la naturaleza humana, como una maldad congénita, y la que lo explica como un producto de una injusta situación social, de una arbitraria presión familiar y estatal que elimina la humanidad de sus hijos y súbditos al tratarlos como animales. Basilio quiere legitimar sus decisiones, en especial al ver el homicidio que su hijo acaba de cometer una vez se ha visto reconocido como prícipe, y Segismundo subraya la condena que ha sufrido sin haber hecho nada, excepto nacer, como legítimo móvil de su furiosa rebeldía. Para el primer enfoque “el más fuerte / a su natural responde” (vv. 1466-1467), con lo cual la naturaleza es el territorio en el que impera quien tiene mayor fuerza, el instinto más poderoso, la “voluntad de poder”. La fuerza deriva de la base natural, de la sangre, del carácter, de la herencia que se recibe. Mientras que para el segundo enfoque las acciones son reacciones, respuestas, resultados del trato recibido, del aprendizaje y la enseñanza que brinda la sociedad. Así lo ratifica Segismundo en la Escena XIV: “Mi padre, que está presente, / por excusarse a la saña / de mi condición, me hizo / un bruto, una fiera humana: / de suerte que, cuando yo / por mi nobleza gallarda, / por mi sangre generosa, / por mi condición bizarra, / hubiera nacido dócil / y humilde, sólo bastara / tal género de vivir, / tal linaje de crïanza, / a hacer fieras mis costumbres” (vv. 3172-3184). No sabremos nunca si el príncipe era de natural apacible, pues se vio forzado a ser atrevido y cruel. Incluso queda la duda sobre los motivos o causas de su violento comportamiento tanto al defenestrar al criado como al querer violar a Rosaura, pues quizá todavía estaba bajo los efectos de las drogas y sufría una drástica variación de sus circunstancias, tanto exteriores como interiores. Con todo, Segismundo ha de tomar decisiones y ha de actuar tal como él es, al final de toda la experiencia vivida, aclamado por el ejército rebelde y con la victoria que le ofrece el trono. A esa conjunción de herencia y aprendizaje que lo configura en su realidad él la denomina “la fortuna” (v. 3214), “su fortuna” (v. 3218), y admite que la puede vencer “con prudencia y con templanza” (v. 3219), con lo cual su presunto salvajismo, tanto el innato como el reactivo, es subyugable, dominable y superable, no es un rasgo fatal e inalterable de su condición.
La clarificación del salvajismo, camino que requiere el reconocimiento de la propia fiereza y el descubrimiento práctico, tras graves dudas sobre el conocimiento de la realidad, de “que aun en sueños / no se pierde el hacer bien” (vv. 2146-47), conduce a una actitud precavida, generosa y prudente, que asume la posibilidad de controlarse a sí mismo y de frenar las tendencias salvajes que lo constituyen: “Es verdad; pues reprimamos / esta fiera condición, / esta furia, esta ambición / por si alguna vez soñamos” (vv. 2148-2151).
4.X. El salvajismo y los problemas del poder: los sueños y la detección de la tiranía
Para concluir, y situándonos en el ángulo de visión de esta convocatoria en torno a los problemas del poder, deseamos subrayar la genealogía de un hilo de los muchos que configuran la trama de este texto dramático del Barroco en su particular versión del mito del hombre salvaje. Aprovechamos para ello la sugerencia de un afortunado título de Bartra en su estudio de ese mito entre los griegos –“Platón en la gruta del cíclope”–, que nos permite insistir en una tesis ya probada, a saber, que la obra del filósofo ateniense ocupa un lugar eminente en la estructura de La vida es sueño. En efecto, son bien conocidas las abundantes metáforas de la luz y del recto conocimiento en este drama, en ceñido paralelismo con el célebre símil de la caverna del libro VII de la República46, lo cual permite interpretarlo como una matizada descripción del doloroso camino de aprendizaje de la racionalidad, superando las sombras, las apariencias y las sensaciones, que lleva de las meras opiniones a la intelección de la verdad. Pensamos que esta lectura epistemológica debería complementarse desde la reflexión política con las referencias platónicas en ese mismo gran diálogo al hombre tiránico, al déspota, obtenidas también, como en la obra de Calderón, mediante el arquetipo del salvaje: “un hombre llega a ser perfectamente tiránico cuando, por naturaleza o por hábito o por ambas cosas a la vez, se torna borracho, erótico o lunático [melancólico]47.” El salvajismo como tiranía se detecta, además, gracias a su delatora presencia en los sueños, que en ambos textos cumplen una función decisiva.
El examen del hombre tiránico que realizan Sócrates y sus interlocutores en su larga conversación les lleva a describir el complejo mundo de los deseos en el ser humano, pues “probablemente se producen en todos nosotros” “placeres y deseos innecesarios”. Algunos hombres los extirpan por completo o los reducen y debilitan gracias a las leyes, a deseos mejores y al auxilio de la razón, pero en otros hombres tales deseos cobran más fuerza y se multiplican. ¿De qué deseos se trata? De aquellos “que se despiertan durante el sueño, cuando duerme la parte racional, dulce y dominante del alma, y la parte bestial y salvaje, llena de alimentos y de vino, rechaza el sueño, salta y trata de abrirse paso y satisfacer sus instintos. Sabes que en este caso el alma se atreve a todo, como si estuviera liberada y desembarazada de toda vergüenza y prudencia, y no titubea en intentar en su imaginación acostarse con su madre, así como con cualquier otro de los hombres, dioses o fieras, o cometer el crimen que sea, o en no abtenerse de ningún alimento; en una palabra, no carece en absoluto de locura ni de desvergüenza.” En resumen, para esta insobornable antropología de inaudito desenmascaramiento, “en todo individuo hay una especie terrible, salvaje y sacrílega de apetitos, inclusive en algunos de nosotros que pasan por mesurados: esto se torna manifiesto en los sueños.”48
Habría que insistir, pues, en esta interpretación del mundo de los sueños –todo sucede de hecho “cuando uno se echa a dormir”, dice Platón; cuando la fiera que estaba dormida se despierta, dice Calderón (vv. 3211 y 3206), en portentosa meditación acerca de los sueños, metáfora de la vida– y en la “narración en forma de juego trágico” de la “genealogía de la discordia”, en la que al final se incribe la figura del tirano o del dépota. Ciertamente, también en esta reconstrucción tipológica que se lleva a cabo en la República el hombre que se convierte en un “hombre democrático” tiene un hijo, el cual es llevado a la anomia total, a la “libertad total” según algunos dicen, estado en el cual crecen hasta el paroxismo aquellos deseos gracias al vino y los placeres, implantando el tiránico aguijón de la pasión insatisfecha. Nacen entonces la locura, la desmesura y la furia, que provocan la génesis del “varón tiránico”, un “lobo” cruel, un “parricida”, el peor de los hombres, el cual, despierto, resulta similar a otros en sus sueños de dormidos: de hecho, ya Eurípides indicó que Eros es tirano, y el hombre, “una vez tiranizado por Eros, llevará a cabo continuamente durante la vigilia lo que pocas veces hacía en sueños, sin arredrase ante crimen alguno, por terrible que sea.”49 De igual modo, podríamos y deberíamos leer La vida es sueño como la versión barroca y dramática, sobre un escenario, del citado pasaje de Platón, aprovechando sus agudas referencias al teatro50. De hecho, el adjetivo “tirano” y los sustantivos el “tirano” y la “tiranía” aparecen al menos 14 veces en el drama, en ocasiones para detallar un rasgo de lo salvaje, por ejemplo, el poder de las hierbas adormideras (v. 994), o el de un hombre violento y agresivo (v. 1657), o para criticar una deshonra, la un noble que abandona a su amada (v. 2760); también definen un ejercicio injusto de fuerza y de autoridad, como hace el alcaide sobre un prisionero sin juicio público que lo haya condenado (v. 309); pero, sobre todo, sirven para denunciar el abuso de poder que se comete por parte de un padre que es rey, un monarca absoluto y totalitario que priva a otro ser humano, su hijo, de vida en autonomía y libertad, y luego le quita al reino su legítimo sucesor (vv. 1504, 2065 y 2300). No obstante, y de un modo reiterado e insistente, la tiranía es el rasgo decisivo que marca la cruel conducta del joven príncipe cuando ejerce como tal, cuando se manifiesta como poderoso y cruel salvaje que de todos cobra venganza (vv. 764, 775, 777, 1118, 1651 y 3070) y llega a reconocerlo explícitamente: “Soy tirano” (v. 1666). Tan sistemática presencia del problema individual y social de la tiranía indica que no se trata de una ocurrencia aislada, sino de un concepto especificamente abordado y analizado, de un tema central en la reflexión política y antropológica de esta obra, que se atreve a cuestionar el sistema cultural en el que tiene lugar, el del absolutismo monárquico, conjurando sus peligros e imaginando una vía que los canalice y los supere en la práctica, ejemplificada en la parte final de la obra51. Como ha dicho Fausta Antonucci en la conclusión de su estudio, el salvaje en Calderón constituye una piedra de toque, propone un enfrentamiento pero no con la alteridad cultural, sino en el interior de la propia cultura, entre la norma en estado puro y la norma corrupta, la desviación de la norma, poniendo de relieve los errores que, como grietas, se abren en el mundo de los adultos, amenazando su solidez. Figura del hijo en el sentido individual y social, el salvaje cuestiona por lo tanto las bases mismas de la cultura paterna, pero no para ponerlas en tela de juicio, sino para reforzarlas, a través de una renovación generacional.
Leviathan. Thomas Hobbes
Joan B. Llinares (Universitat de València)
Notas a pie de página
1. En Poética y profética, Méjico, 1981. Cit. en A. Regalado, Calderón. Los orígenes de la modernidad en la España del Siglo de Oro, II, Barcelona. Destino, 1995, pp. 383-384.
2 Cf. J. B. Llinares, Introducció històrica a l'Antropologia. I. Textos antropològics dels clàssics greco-romans. València, Servei de Publicacions de la Universitat de València, 1995; “La construcción del tipo del "salvaje" en Homero”, en Ludus Vitalis. Revista de filosofía de las ciencias de la vida. Vol IV, nº 6, México, 1996, pp. 101-125; “El mite del “salvatge” i el teatre: lectura antropològica d’El cíclop d’Eurípides” en J. V. Banyuls, F. De Martino, C. Morenilla i J. Redondo eds. El teatre clàssic al marc de la cultura grega i la seua pervivència dins la cultura occidental, Bari, Levante, 1998, pp. 147-176.
3 Barcelona, Destino, 1996, 348 pp., lo citaremos como SE.4 Barcelona. Destino, 1997, 479 pp., que citaremos como SA. Estos libros se pueden complementar con algunos artículos del profesor Bartra que actualmente también están disponibles en internet, por ejemplo, los siguientes: “Salvajismo, civilización y modernidad: la etnografía frente al mito”, en Alteridades, 1993, 3 (5), pp. 35-50; “Salvajes barrocos en la ciencia política: una comparación entre Hobbes y Calderón de la Barca”, en Perfiles Latinoamericanos, 1993, diciembre, 3, pp. 145-164; “El mito del salvaje”, en Ciencias, 60-61, octubre 2000-marzo 2001, pp. 88-96. A ello conviene añadir su condensado texto en el excelente catálogo de la exposición El salvaje europeo, de la Fundació Bancaixa, que tuvo lugar en Valencia (junio-agosto de 2004), que contiene una hermosa antología de representaciones de este mito, desde la cerámica antigua hasta la fotografía y los comics de nuestros días, pasando por obras de varios maestros medievales y de grandes artistas como Durero, Ribera, Goya y Picasso.
5 Cf. R. Bartra, “Salvajismo, civilización y modernidad”, p. 42.6 Cf. E. Rodríguez Cuadros, Calderón. Madrid, Síntesis, 2002, pp. 42-43.
7 SA, p. 15.
8 Cf. SA, pp. 16-17.
9 R. Bartra ha comentado los tipos de salvaje que ofrece la obra de Lope de Vega (El hijo de los leones, Ursón y Valentín, El ganso de oro, El premio de la hermosura), en la que también aparecen notables mujeres salvajes (como Rosaura en El animal de Hungría, o Leonarda en La serrana de la Vera), cf. SA, pp. 177-204. En Calderón esa figura ya está en comedias como Los tres mayores prodigios, El golfo de sirenas o El jardín de Falerina, cf. op. cit. pp. 172-173, nota 1, como documenta la tesis doctoral de O. Mazur, The Wild Man in the Spanish Renaissance and Golden Age Theatre., University of Pennsylvania, 1966. A. Regalado en su voluminoso estudio sobre Calderón interpreta las figuras de salvaje de obras como En la vida todo es verdad y todo mentira (Focas, cf. op. cit. vol. I, pp. 642-643), La fiera, el rayo y la piedra, La estatua de Prometeo, La torre de Babilonia, Darlo todo o no dar nada, El castillo de Lindabridis (Irífile, Prometeo, Nembrot, Diógenes y Fauno respectivamente, cf. ibid. pp. 723-729), Las cadenas del demonio (Irene, cf. ibid. pp. 847-848), La hija del aire (Semíramis, ibid. pp .651-654 y 868-914), Los tres afectos del amor, El monstruo de los jardines, Eco y Narciso, La manos blancas no ofenden (Ronsarda, Narciso, César, cf. op. cit., vol. II, pp. 290 y ss., así como en pp. 378-380, en las que vuelve sobre obras que ya hemos citado, como La estatua de Prometeo y La torre de Babilonia). Valga esta doble enumeración para que se tenga constancia de la amplitud e importancia del tema y de los estrechos límites de este trabajo.
10 Cf. su importante estudio El salvaje en la Comedia del Siglo de Oro. Historia de un tema de Lope a Calderón, que se encuentra en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com) y que ofrece un panorama detallado y preciso de este personaje en muchas obras y autores.11 Cf. SE, p. 10.
12 SA, p. 7 y p. 159.
13 Cf. SE, p. 17.
14 SA, p. 23.
15 R. Bartra, “Salvajismo, civilización y modernidad”, p.35.
16 Platón, Protágoras, 327 c-d, trad. de J. Velarde. Oviedo, El Basilisco, 1980, p. 139. Remitimos al documentado estudio del profesor A. Melero, publicado con hermosa coincidencia en este volumen, en el que se recogen, traducen y comentan con gran pericia los diferentes fragmentos que nos han llegado de esta comedia.
17 M. Detienne. Dionysos mis à mort. París, Gallimard, 1977 y R. Bartra, SE, pp. 21-22 y notas 1, 9 y 50, pp. 63, 64 y 67-68.18 SE, p. 176.
19 SA, p. 13.
20 SA, pp. 20-21.
21 Cf. SA, p. 47.
22 M. Eliade, Mitos, sueños y misterios. Trad. de M. de Alburquerque. Madrid, Grupo Libro 88, 1991, pp. 19-37.
23 Cf. SA, p. 51.
24 Cf. SA, pp. 62 y 51-54, así como Michel de Certeau, La fable mystique, 1. XVIe-XVIIe siècle, París, Gallimard, 1982.
25 Cf. SA, pp. 56-66.
26 Cf. Antonio de Guevara, Relox de príncipes. Ed. de E. Blanco, ABI ed., CONFRES, 1994, pp. 698 y ss. en especial.
27 Como luego veremos, en unos versos en los que se resume el salvajismo del vulgo, Basilio dice: “¿Quién, Astolfo, podrá parar prudente / la furia de un caballo desbocado?” (vv. 2428-2429), que confirman la lectura que proponemos.
28 Como dice E. Rodríguez, “la obra arranca en un paisaje desolado dominado por una naturaleza salvaje.” Cf. op. cit. p. 91.
29 Desde que nació, le dirá Segismundo a Rosaura en la próxima escena, sólo advierte “este rústico desierto” (v. 199).
30 SA, p. 153, nota 7. Las investigaciones de A. Egido y M. Ruiz Lagos documentan que este “vestido de pieles” típico del salvaje es usado por diversos personajes de Calderón. Así aparece vestido en varios autos sacramentales el Hombre (La vida es sueño, El diablo mudo y El año santo en Roma). Igualmente ataviado aparece Adán en dos autos: La siembra del Señor y El día mayor de los días. El demonio también es un personaje vestido de pieles en cuatro autos: El verdadero dios Pan, El valle de la zarzuela, La semilla y la cizaña y A tu prójimo como a ti. El Fauno de la comedia El castillo de Lindabridis sale “vestido de pieles, con un bastón grande y nudoso”; la Culpa sale de igual forma, con garrote, en el auto El laberinto del mundo. Un Príncipe y el Deseo también van de pieles en los autos Los alimentos del hombre y A tu prójimo como a ti. Cf. M. Ruiz Lagos, “Estudio y catálogo del vestuario escénico en las personas dramáticas de Calderón”, en Anales del Instituto de Estudios Madrileños, n. 7, 1971, pp. 181-214 y A. Egido, “El vestido de salvaje en los autos sacramentales de Calderón”, en Serta philologica, II, Cátedra, Madrid, 1983, pp. 171-186, como resume Bartra, cf. SA, nota 1, pp. 172-173.
31 Como explica A. Regalado, el Segismundo de La vida es sueño “acusa su consanguinidad retórica e iconológica con el Ateísmo de los autos o personajes como Nembrot o Semíramis, aparece cubierto con la misma tosca vestimenta de pieles, emblemático atuendo que forma parte de un código iconológico en el que Calderón infunde un explícito sentido metafísico. La iconología del Ateísmo en los autos, vestido de pieles, coincide con los calificativos asociados al ateo –bruto, animal, bestia–, retrato que Egerio en El purgatorio de San Tarsicio adopta diciendo de sí mismo: “porque quisiera / fiera así parecer, pues que soy fiera.” La configuración del emblema se nutre de la tradición bíblica que retrata a Adán vestido de pieles después de la expulsión del paraíso. En la patrística la vestimenta de pieles representa la participación del hombre en la vida biológica, la vida corporal desde la concepción hasta la muerte, en tanto la vida animal del hombre es extraña a su verdadera naturaleza, la de una criatura hecha a la imagen de Dios. A este emblema contribuye otra tradición, la del hombre selvático que se desarrolla en la Edad Media, figura asociada con un tipo de vida instintiva, alejada de la sociedad y sus normas, es decir, de la vida cristiana. Obras teatrales como Magnus ludus de homine selvatico y De ludus et virum dictum Wildmann del siglo XV en el ámbito germánico o esculturas como las que adornan la entrada del colegio de San Gregorio en Valladolid, corresponden a una tradición que se hace presente en La cárcel de amor de Diego de San Pedro y que persiste en el XVII, como el personaje de Cardenio en la primera parte de Don Quijote de la Mancha.” Op. cit. vol. I, pp. 116-117.
32 Cf. las indicaciones escenográficas del autor y los vv. 2021, 2033, 2035 y 2055.
33 Así lo reconoce Rosaura ante el príncipe en la Tercera Jornada: “...el cielo / quiere que la cárcel rompas / desa rústica prisión, / donde ha sido tu persona / al sentimiento una fiera, / al sufrimiento una roca,” (vv. 2879-2883).
34 La leyenda griega ofrece nuevas y muy sugerentes lecturas que no podemos desarrollar: por ejemplo, Rosaura como Ariadna, el hilo salvador como la luz de la razón, el aprendizaje que los sueños proporcionan como la capacidad de convertirse Segismundo en Teseo de sí mismo, gracias al bien obrar y la prudencia, etcétera.
35 Cf. el apartado elaborado por P. Pedraza en el citado catálogo El salvaje europeo de Bancaixa, con su hermoso apartado sobre el minotauro en la obra de Picasso.
36 Cf. nuestro artículo ya citado sobre El Cíclope, así como E. Rodríguez Cuadros, “Introducción” a su edición de Calderón de la Barca, La vida es sueño, Madrid, Espasa Calpe, 1987, p. 47, en donde habla de “la imagen del titán o gigante aplicada a Segismundo (“un volcán, un Etna hecho”, v. 164) que habita, como Polifemo, tras la “funesta boca” de una gruta.” Muy pronto veremos la explícita referencia a los gigantes en el texto (v. 332).
37 Según A. Regalado, “el protagonista se llama a sí mismo “un compuesto de hombre y fiera”, viva representación del animal racional y encarnación de un dualismo que oscila entre la bestia y el superhombre.” Op. cit., vol. I, p. 600. Esta sugerente relectura de Calderón desde Nietzsche (y Heidegger) obliga a un trabajo previo que no debe quedar implícito o supuesto, a saber, la interpretación de la antropología filosófica del pensador del Zaratustra, esbozada a nuestros ojos de manera demasiado rápida y discutible en la citada obra.
38 En la Segunda Jornada Clotaldo también se refiere a “la letras / humanas que le ha enseñado / la muda naturaleza / de los montes y los cielos, / en cuya divina escuela / la retórica aprendió / de las aves y las fieras” (vv. 1027- 1033).
39 Citado en la nota correspondiente a esos versos en la edición de La vida es sueño de Enrique Rull, Madrid, Taurus, 1992, p. 104.
40 Como indica Bartra, esta sugerencia se apoya en la versión medieval del mito del hombre salvaje, como ha mencionado Edward Dudley, en “The Wild Man goes Barroque”, en E. Dudley y M. N. Novak, eds., The Wild Man Within, Pittsburg, University of Pittsburg Press, 1972, y ha explicado Alan Deyermond en “Segismumndo the Wild Man”, en Golden Age Spanish Literature. Studies in Honour of John Varey, ed. de Charles Davis y Alan Deyermond, Westfield College, Londres, 1991.
41 Cf. la nota explicativa de estos versos en la edición de Enrique Rull, op. cit. p. 120.
42 Odisea, IX, vv. 172-176. Trad. de J. M. Pabón. Cf. otros momentos de la obra, como VI, vv. 119-121 y VII, vv. 575-576, en los que se formula esta misma dualidad.
43 Más adelante, Clotaldo plantea la alternativa entre ser “más apacible” y ser “cruel” (vv. 1677-1679).
44 De nuevo, un concepto central de la ontología de Nietzsche permite releer a Calderón como uno de los autores capitales de nuestra modernidad. Aunque volvemos a necesitar una exposición suficiente de esa filosofía, nos permitimos la cita de una importante página de A. Regalado sobre esta cuestión: “Calderón desarrolló matizadas variantes del hombre selvático dotando a esta figura de una polifacética complejidad que hospeda una dialéctica entre barbarie y cultura, desenfreno y orden, naturaleza y artificio, convirtiéndole así en el crítico de la civilizaciónh y del origen de la cultura que, in statu nascendi, es imposible sin el “salvaje” que la crea. El arquetipo del hombre selvático emblematiza la voluntad de poderío del tirano (Focas, Aureliano, Nembrot, Segismundo), personaje que niega ya implícita o explícitamente los límites impuestos por la ley divina, la ley natural y el contrato social que cimenta el orden de la sociedad civil. Este arquetipo configura a la vez una vertiente del hombre filosófico que descubre el asombro en el estado de naturaleza (Prometeo, Heraclio, Segismundo, Narciso, el Hombre de los autos sacramentales) o que regresa voluntariamente desde la civilización a la naturaleza (Diógenes en Darlo todo o no dar nada). El carácter dialéctico del hombre selvático se pone de manifiesto en las representaciones contrapuestas de esta figura –Heraclio y Leonido, Prometeo y Epimeteo–, parejas de hermanos que encarnan conflictivamente el carácter fratricida de la dialéctica, que también adopta una expresión mítica y alegórica en las figuras de los dioses y las diosas... del teatro mitológico de Calderón. El hombre selvático forma parte de esta dialéctica como agente de un impulso metafísico que se constituye como voluntad de poder y voluntad de saber, ya puesta al servicio de la recta razón y de la justicia o al de la voluntad de la voluntad, que no reconoce más límites a su querer que los que se impone a sí misma en vistas de sustentar ese mismo poder que sólo mantiene aumentándolo.” Op. cit., vol. I, p. 724.
45 Cf. J. Rivera de Rosales, Sueño y Realidad. La ontología poética de Calderón de la Barca, Hildesheim-Zürich-New York, Georg Olms Verlag, 1998, pp. 141-185.
46 Uno de los textos de referencia al respecto es el artículo de M. F. Sciacca “Verdad y sueño en La vida es sueño de Calderón de la Barca”, en M. Durán y R. González Echeverría eds., Calderón y la crítica: historia y antología, Madrid, Gredos, 1976. E. Rodríguez también lo ha indicado con toda claridad, cf. op. cit. así como sus imprescindibles artículos, recogidos en parte en la sección dedicada a Calderón en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, que ella misma coordina.
47 R. Bartra, SE, p. 49. Platón, República, 573 c, trad. de Conrado Eggers Lan, Madrid, Planeta-deAgostini, 1995, pp. 376-377.
48 Platón, República, libro VIII, 544c y ss. y libro IX, 571b-572b, ed. cit., pp. 331- 337 y 373-375.
49 Cf. Hipólito, v. 532 y República, libro VIII, 565e-566a; 569b y 574e-575a, ed. cit. pp. 365-366; 371 y p. 379.
50 Según A. Regalado, Calderón, “que tuvo gran tino para representar la figura del tirano, entendió la tiranía como el punto extremo de la transgresión del límite y de la condición finita del hombre.” Op. cit., vol. I, p. 885.
51 Puede comenzar ahora la comparción de esta visión calderoniana del salvajismo con la que ofrecen otros grandes autores del Barroco, como Th. Hobbes, o B. Pascal, o con Gracián, tarea suficientemente apuntada por R. Bartra en SA.
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