Congreso Internacional de Teatro Clásico Griego: Teatro y sociedad: Las relaciones de poder en época de crisis 
Valencia y Sagunt, 12-13 de marzo de 2007
En Prensa, Francesco De Martino y Carmen Morenilla (coords.), Sagunt 2007, Bari, Levante Editori, Col Le Rane
    Toda tragedia es una meditación pública sobre el hombre, 
o si se quiere una meditación política, pero en un sentido radical y etimológico de esta palabra: 
examen de las condiciones mismas de la civilidad humana. 
En sus formas más rotundas ese examen se profundiza hasta examinar la civilidad humana 
contra un horizonte de animalidad y bajo una iluminación “divina” 
(es decir, una iluminación que intenta proyectar en un infinito virtual 
las leyes de la producción humana del sentido como condiciones inmanentes 
y generatrices de ese sentido). En otras y menos ambiciosas palabras, 
el tema de la tragedia son las relaciones y los límites entre salvajería, 
barbarie y ley. Tal vez la fórmula más breve y general sería decir que 
toda tragedia es una meditación sobre la legitimitad de la ley. 
                                                                      Tomás Segovia, “La vida es sueño o la crítica del oráculo” 1
                                                                                1. De nobis ipsis: estudiar las variaciones de la identidad occidental
El  propósito de este texto es continuar las investigaciones sobre la  presencia en la historia de Occidente, sobre todo en la del teatro  europeo, del mito del hombre salvaje, seductora figura que ya tuvimos la oportunidad de analizar tanto en la Odisea de Homero como en el drama satírico El cíclope de Eurípides2.   Dicho mito renace una y otra vez con una tenacidad asombrosa y con una  capacidad no menos prodigiosa de cambiar sus registros, construir nuevas  síntesis y alterar sus funciones y mensajes, como así sucedió en el  Renacimiento y en el Barroco. En esta ocasión, en la que pasamos de la  Antigüedad griega a la debatida Modernidad hispana, seguiremos  utilizando el marco conceptual y metodológico proporcionado por Roger  Bartra en su estudio El salvaje en el espejo3  y El salvaje artificial4,  cuyos resultados ya nos sirvieron de enseñanza y de estímulo. De  acuerdo con sus advertencias quizá convenga insistir en que este tema de  fértil plasticidad y peligrosas oscilaciones es un “inmenso mosaico”  que revive en contextos muy diferentes, tanto espacial como  cronológicamente, y que conseguir un panorama fundamentado de sus  manifestaciones y significados requiere una “larga y ardua búsqueda”,  “tarea que se encuentra aún en sus etapas iniciales”5.  Invitamos por tanto a que prosiga el estudio de este mito, indispensable en el inventario de lo que somos.
Se  ha dicho que a partir de la celebración del tercer centenario de la  muerte de Calderón, en 1981, una joven generación de hispanistas se  dispuso a construir una nueva tradición crítica en la que influía no  sólo el análisis filológico, como había sido habitual, sino también la  concepción interdisciplinar –filosófica, sociohistórica, antropológica–  de los estudios teatrales.  En diálogo con esa aproximación innovadora  de nuestros colegas de lengua y literatura se inserta el presente  ensayo, que desea hacerse eco de algunos hallazgos de tales  colaboraciones, interpretando La vida es sueño desde esta  cuestión vertebral en el discurso de la antropología filosófica que  atiende a la conflictiva constitución de identidades y diferencias en la  cambiante realidad sociohistórica de los seres humanos.
Si nos preparamos para el estudio de la particular mutación del mito del hombre salvaje que tiene lugar en la citada obra de Calderón, veremos que ese mito manifiesta una continuidad a lo largo de los siglos, una larga diacronía, y a la vez una serie de cambios y variaciones que lo transforman. Surgen entonces unos cuantos problemas metodológicos a considerar: A) la definición  del objeto de la investigación, la demarcación de dicho mito, tarea en  la que conviene implicarse aunque sea de manera indirecta, en parte para  que sea posible su investigación, sin condicionarla en exceso, y en  parte por lo siguiente: B) la presencia compleja y extratextual de este  mito occidental, que se halla en fuentes literarias, narrativas y  dramáticas, tanto cultas como folklóricas, pero también en la  iconografía, en las artes plásticas y figurativas, y, por descontado, en  rituales festivos religiosos, cortesanos y populares. Dicho mito tiene   relevancia extraliteraria, subsiste en un contexto cultural muy diverso  y plural. C) La enorme diacronía a través de la cual perdura y se  modifica, desde la época arcaica de las épicas mesopotámica (Enkidu en  el poema de Gilgamesh), hebrea (Caín, Esaú, Job, Nabuconosor) y homérica  (los cíclopes, los gigantes y un amplio etcétera que incluye a  lotófagos y sirenas) hasta nuestros días, si bien aquí nos limitaremos a  su persistencia en y hasta el siglo XVII. D) Los cortes que hay que  hacer en esa diacronía para detectar las mutaciones del mito y para  profundizar en su análisis, es decir, los momentos de sincronía que  merecen atención porque en ellos se hace más explícita la dialéctica  entre tradición e innovación, con refuncionalización y nueva hibridación  de los mitemas o componentes del mito. Y E) los enfoques o perspectivas  con los que interpretar el mito y sus variaciones, ya que desde hace  más de un siglo seguimos usando sobre todo estas tres: I) la  evolucionista clásica, que atiende al desarrollo del mito a partir de  una fuente primigenia; II) la difusionista, que indica que el mito se  difunde en la medida de su aptitud para propagarse y poder sobrevivir,  de su habilidad artístico-cultural para persistir; y III) la  estructuralista –una de sus variantes es el psicoanálisis, sea en su  vertiente freudiana, o en la jungiana, o bien, por ejemplo, en la  lacaniana–, que insiste en la identidad estructural del espíritu humano,  en la constancia tanto de la fantasía como de los problemas o  contradicciones fundamentales de los seres humanos, a saber: caos-orden,  muerte-vida, enfermedad-salud, ignorancia-sabiduría, vicio-virtud,  tiempo-eternidad, microcosmos-macrocosmos, feminidad-masculinidad,  esclavitud-libertad, hostilidad-amistad, niñez-madurez, etcétera.
Nuestro objetivo en esta ocasión es analizar qué sucede “cuando el mito cae en manos de Calderón”7,  qué dimensiones adquiere en su obra.  Para ello podríamos aplicar un  tratamiento historicista, el que brinda la historia de las ideas, la histoire événementielle,  o bien la ya citada perspectiva estructuralista. Puestos en la primera  tesitura, no hay que perder de vista que las ideas son expresiones de  amplias redes culturales. Por ejemplo, se ha interpretado el mito del  salvaje como una expresión ideológica de la historia, la del  primitivismo, naturalismo o exotismo, como si fuera el precipitado o la  condensación de su primera fase. O bien, desde la segunda prespectiva,  se lo ha visto como el gesto inmanente de una polaridad estructural, la  que opone naturaleza a cultura, salvajismo a civilización, desorden a  ley, determinismo a libertad, pasión a razón, animalidad a humanidad,  profanidad a sacralidad, etcétera. A su vez, ha habido diferentes  interpretaciones del primitivismo: la de un primitivismo blando (gozosa  vida sin penurias, alegre y despreocupada), duro (vida sobria, al límite  de la subsistencia, muy pobre y laboriosa), visto en sentido  cronológico (vida primigenia, inicial, originaria, elemental,  verdaderamente primitiva), en sentido cultural (vida sin técnicas ni  artificios, espontánea y sencilla, dedicada a la caza y la recolección),  etcétera. Generalmente, en la primera perspectiva se insiste en el  inicio feliz y se posponen las facetas malignas, peligrosas, agresivas o  destructoras del mito del salvaje, su rústica grosería y su lamentable  vulgaridad, que han de ser superadas y de las que hay que liberarse. Por  el contrario, el enfoque estructuralista es una visión demasiado  estática que no da razón de los cambios que sufre el mito a lo largo de  la historia, o bien los juzga como meramente superficiales, y supone,  además, que se heredan los caracteres secundarios, como diría un  lamarckiano. De ahí la necesidad y la conveniencia de una perspectiva  neoevolucionista. Este enfoque ha de centrar la atención en aquellos  momentos de transición en los que se operan mutaciones sintomáticas  tanto en la composición del mito como en su función en el seno de la  textura cultural que lo abarca. Y eso sucede, de forma muy clara, por  ejemplo, en el Renacimiento y en el Barroco, como comprobaremos8.  
2. El mito del salvaje en el teatro: los problemas de la civilización
También  puede ser útil que enumeremos algunas cuestiones que conviene atender  en el estudio de esta figura en el campo específico de las comedias del  Siglo de Oro, aunque aquí nos limitemos, y de forma muy sesgada, a una,  la ya citada de Calderón9.  En el teatro el salvaje es un  tema o motivo, a saber, “una de esas “unidades de significado  estereotipadas, recurrentes en un texto o en un grupo de textos y  capaces de caracterizar áreas semánticas determinantes” para descifrar  la significación de eventos y acciones en la perspectiva del discurso  ideológico de la obra”, como ha precisado una de las grandes  especialistas en el problema, la hispanista italiana Fausta Antonucci10.   El tema es una serie dada de secuencias narrativas y se esctructura  como una fábula. Es más complejo que el motivo, elemento sencillo  (icónico, simbólico, narrativo, etc.) que sirve para la construcción de  la fábula o intriga. El salvaje, ciertamente, tiene unos “rasgos  característicos” con los que se pueden elaborar tipologías y con los que  se lleva a cabo una operación descriptiva que nos proporciona  informaciones sobre su aspecto exterior, su vestido, su naturaleza  (humana, suprahumana, infrahumana), su comportamiento, sus acciones,  etc. El salvaje cumple una función en la economía estructural de la  obra, como uno de sus personajes. Hay que analizar si es un personaje  estático o dinámico, un personaje principal o secundario. Incluso si es  secundario y estático, hay que ver si tiene un papel oponente, o  ayudante, o meramente decorativo, de relleno o de comparsa. Si es un  personaje dinámico, sujeto de la acción, se ha de saber si sus acciones o  secuencias llegan a formar un tema. Para ello hay que analizar la  intriga o dispositio, cómo se organiza una obra para llevar a escena la  fábula, con qué actos, cuadros y escenas lo hace. Y se ha de estudiar el  nivel del discurso, la elocutio, qué palabras dice cada personaje, qué  estilo tiene, cómo se expresa, se han de precisar los recursos  discursivos de los que se sirve el autor para mostrar el estatuto social  de su personaje, su pertenencia estamental, también indicada por otros  signos, como el vestido con el que aparece y el entorno en el que  habita.
¿Qué significación ideológica tiene este tema del salvaje en la Comedia del Siglo de Oro? “¿Es posible que este personaje que por definición pertenece a “otro” mundo, extraño y a menudo hostil al mundo civilizado, del que desconoce las normas, nos sirva también para proponer un enfrentamiento entre la “alteridad” y la “norma”? Y, ¿con qué resultados?” Ahora bien, el salvaje no es el único personaje teatral que propone este enfrentamiento, también lo hacen el bárbaro, el indígena de tierras recién descubiertas y todavía no sometidas, aunque como tema “el salvaje no es homologable al bárbaro sino a otros tipos de personajes”, piénsese, por ejemplo, en los delincuentes y bandidos. Habría que tener en cuenta estas preguntas a la hora de abordar los problemas del poder en La vida es sueño, aunque nosotros no establezcamos comparaciones con otras obras y otros autores, como sería pertinente en una investigación de conjunto.
 ¿Qué significación ideológica tiene este tema del salvaje en la Comedia del Siglo de Oro? “¿Es posible que este personaje que por definición pertenece a “otro” mundo, extraño y a menudo hostil al mundo civilizado, del que desconoce las normas, nos sirva también para proponer un enfrentamiento entre la “alteridad” y la “norma”? Y, ¿con qué resultados?” Ahora bien, el salvaje no es el único personaje teatral que propone este enfrentamiento, también lo hacen el bárbaro, el indígena de tierras recién descubiertas y todavía no sometidas, aunque como tema “el salvaje no es homologable al bárbaro sino a otros tipos de personajes”, piénsese, por ejemplo, en los delincuentes y bandidos. Habría que tener en cuenta estas preguntas a la hora de abordar los problemas del poder en La vida es sueño, aunque nosotros no establezcamos comparaciones con otras obras y otros autores, como sería pertinente en una investigación de conjunto.
 Andrea Briosco
El  salvaje, ese ser extraño, peludo y agreste, que los europeos de la Edad  Media y el Renacimiento, tanto los de estamentos cortesanos y cultos  como las capas populares, representaron a menudo en las palabras de sus  cuentos, relatos y poemas, en los signos de sus diversas obras de  artesanía y de arte, e incluso en los curiosos personajes de sus fiestas  y escenografías, posee una enorme carga simbólica: en el seno de la  civilización y de la polis muestra lo que es el salvajismo occidental11,   esto es, lo que los occidentales entienden propiamente como salvaje en  ellos mismos, desde ellos mismos y para ellos mismos. De ahí la  relevancia antropológica de su estudio, como Bartra ha puesto de  manifiesto: “Los hombres salvajes de Europa guardan celosamente los  secretos de la identidad occidental. Su presencia ha custodiado  fielmente los avances de la civilización.”12  Ellos vigilan  las fronteras de la civilidad, y lo hacen de forma diferente según los  diferentes hitos del denominado progreso de la cultura europea. 
El salvaje, como la etimología de su nombre indica, selvaggio, es el que habita en la selva, en los bosques, en aquella porción de la naturaleza que no está cultivada ni edificada, sino que es territorio de caza, de plantas y frutos silvestres, de cuevas, fuentes, peñas, precipicios, montañas y altas sierras de difícil acceso y travesía. Este humano que vive lejos de las ciudades y muy cerca de las guaridas de las bestias tiene largas barbas, va desnudo, con el cuerpo cubierto de abundante vello o revestido a lo sumo de simples pieles, armado con un garrote, maza o bastón. En alguna ocasión, en tales parajes inhóspitos aparece también la figura de la mujer salvaje, dotada de similares características, desnuda o con algunas pieles, de gran cabellera enmarañada, y exageradamente velluda, excepto en muy pocas porciones de su cuerpo, como la cara, los codos, las rodillas, los pechos, las manos y las plantas de los pies.
 El salvaje, como la etimología de su nombre indica, selvaggio, es el que habita en la selva, en los bosques, en aquella porción de la naturaleza que no está cultivada ni edificada, sino que es territorio de caza, de plantas y frutos silvestres, de cuevas, fuentes, peñas, precipicios, montañas y altas sierras de difícil acceso y travesía. Este humano que vive lejos de las ciudades y muy cerca de las guaridas de las bestias tiene largas barbas, va desnudo, con el cuerpo cubierto de abundante vello o revestido a lo sumo de simples pieles, armado con un garrote, maza o bastón. En alguna ocasión, en tales parajes inhóspitos aparece también la figura de la mujer salvaje, dotada de similares características, desnuda o con algunas pieles, de gran cabellera enmarañada, y exageradamente velluda, excepto en muy pocas porciones de su cuerpo, como la cara, los codos, las rodillas, los pechos, las manos y las plantas de los pies.
 Andrea Riccio, Pareja  
Este  simulacro artificial evitaba entre otras cosas que los europeos se  contaminaran del pretendido salvajismo real que empezaban a descubrir en  ultramar y les preservaba su identidad como hombres occidentales  civilizados: era su alter ego13.  En principio, el  hombre salvaje, así pues, no es el miembro de una comunidad primitiva y  distante, no es un indio americano, un negro subsahariano, un tártaro de  las estepas asiáticas o un isleño de los mares del sur, como a partir  del siglo XVIII tendemos a suponer, sino un mito previo genuinamente  propio y europeo, un estereotipo que ya estaba bien arraigado en el  siglo XII: la especificidad de su figura no se basa por tanto en los  informes de exploradores y viajeros sobre la alteridad exterior, sobre  las diferencias físico-corporales en el color de la piel o la textura  del cabello y las socioculturales en alarmantes ritos y costumbres, sino  en documentos artísticos y de raíz popular, fruto del imaginario  occidental desde la Antigüedad, que aluden a la alteridad interior, a  los deseos y temores del propio occidental civilizado, a las cavernas de  su alma, a los demonios de su espíritu, a la cara oculta de su  racionalidad, a sus sueños y pesadillas más recónditos y persistentes.  Este mito habita a lo largo de una larguísima franja temporal, desde la  época arcaica hasta nuestros días, en los que sigue obsesionando y  seduciendo, sea en su aspecto de ‘freak’, sea en poéticos rituales  supuestamente regenerativos en comunas y bosques. Estudiar esta creación  del imaginario es, pues, como mirar una alcoba secreta, lo cual implica  dejar de considerar lo que Calderón de la Barca llamaba el gran teatro  del mundo14,  para concentrarnos exclusivamente en este  curioso prodigio de la psique occidental. El fenómeno guarda estrecha  relación con la cuestión que nos convoca, las relaciones de poder en  épocas de crisis, porque explicar antropológicamente la manera en que  los mitos antiguos son absorbidos por la modernidad occidental también  “nos da claves sobre la construcción de las identidades y de los  sistemas de legitimación en las sociedades contemporáneas.”15  
Aunque se lo quisiera ignorar, hay muchas fábulas, leyendas y cuentos, hay novelas y comedias que hablan una y otra vez de este misterioso personaje, que también sale en rituales festivos y aparece mil veces representado en escenarios, miniaturas y libros de horas, en monedas, grabados y cuadros, en estuches, escudos y tapices, en esculturas y bajorrelieves de escaleras, fachadas y fuentes públicas. La documentación plástica que de él poseemos es abundante, diversa y enigmática. En tales creaciones se esconde un secreto, un sentido oculto, un mensaje cifrado, que deseamos comprender. La cuestión nos concierne en particular porque este mito está ligado a la historia del teatro occidental, recordemos brevemente una de sus huellas: en el diálogo platónico que lleva el nombre del sofista Protágoras, éste, en determinado momento de su ceñida conversación con Sócrates, le dice: “También ahora, el hombre que más injusto pueda parecerte de cuantos viven en una sociedad regida por leyes sería, con todo, justo y un profesional de esta materia, si se le comparase con gentes que no tuviesen ni educación ni tribunales de justicia ni leyes ni coacción alguna que les obligase a cultivar la virtud, siendo así una especie de salvajes [ágrioi] como los que el año pasado nos presentaba el poeta Ferécrates en las fiestas Leneas. Si, de repente, te vieras en medio de estas gentes, como los misántropos en aquel coro, desearías encontrarte con Euribato y Frinondas [dos malhechores famosos] y echarías de menos con nostalgia la maldad de las gentes de aquí.” 16
Esta comedia de Ferécrates, Los salvajes [Agrioi], que se estrenó el año 420 a. C., relata la historia de dos misántropos atenienses que huyen de la corrupción ciudadana y se refugian en una región incivilizada en busca de formas de existencia salvaje despojadas de la maldad de la polis. El teatro reflexionaba a su modo y manera sobre la crisis que vivía la democracia ateniense a fines del V y criticaba la pretendida solución escapista de quienes propugnaban un retorno a la naturaleza inhumana, a lo carente de educación, domesticación y cultivo, a lo agraz y silvestre. Por los fragmentos que se nos han conservado de dicha comedia, Ferécrates dibuja a los salvajes con rasgos negativos: son gigantes que desean enterrar a los atenienses cabeza abajo (fr. 5), viven en extrema pobreza, pues se alimentan de hojas de plantas similares a coles y lechugas, de hierbas silvestres y de caracoles, llegando a comerse los propios dedos, como dicen que hacen los pulpos, cuando el hambre es extrema (fr. 13), y esos salvajes carecen de toda educación, incluso musical, ni siquiera tocan bien instrumentos de pastores (fr. 6).
Como ha explicado Marcel Detienne, en la Atenas de Pericles hubo cuatro formas de rechazar la polis, dos en dirección hacia arriba, el pitagorismo y el orfismo, que se orientaban hacia los sacrificios y los dioses, y dos en dirección hacia abajo, el dionisismo y el cinismo, que buscaban la naturaleza irrestricta y espontánea, la del salvajismo y el bestialismo, con manifestaciones como la desnudez, la ebriedad, la pederastia, el incesto, e incluso comer carne cruda y practicar la antropofagia17. Basándose en este esquema estructural R. Bartra ha indicado la duplicidad de significados que también conlleva el mito del salvaje en la Edad Media, como sucede, por ejemplo, en la figura de Merlín, mediante esos “dos grandes caminos críticos que traza Occidente para escapar de la coerción social y cultural: hacia arriba y hacia fuera, más allá de lo humano, hacia el mundo celestial o el reino de la muerte, hacia las fuerzas divinas o infernales. O bien hacia abajo y hacia adentro, más acá de lo humano, hacia el mundo natural y bestial, hacia el desierto y el salvajismo. Esta segunda vía, cínica y dionisíaca, se escapa del cristianismo y forma la base de sustentación del mito del homo sylvestris, de un ser que se emancipa de la culpa y del agobio del alma, para sumergirse como una fuerza vital desalmada en el enloquecido torbellino del cosmos animal y vegetal.” 18
Esta tendencia asilvestrada seguirá su curso de manera sorprendente. A partir del Renacimiento, a comienzos de la modernidad, los hombres salvajes adquieren nueva fuerza gracias a una extraña síntesis que acontece en la cultura europea: los sátiros y centauros de la Antigüedad grecorromana se unen con los seres humanos agrestes o silvestres de la Europa Medieval, a los que otorgan nueva sensibilidad, capaz de emocionarse tiernamente ante el amor y la muerte, como demuestran los cuadros de Piero di Cosimo, por citar un espléndido referente plástico.
 Aunque se lo quisiera ignorar, hay muchas fábulas, leyendas y cuentos, hay novelas y comedias que hablan una y otra vez de este misterioso personaje, que también sale en rituales festivos y aparece mil veces representado en escenarios, miniaturas y libros de horas, en monedas, grabados y cuadros, en estuches, escudos y tapices, en esculturas y bajorrelieves de escaleras, fachadas y fuentes públicas. La documentación plástica que de él poseemos es abundante, diversa y enigmática. En tales creaciones se esconde un secreto, un sentido oculto, un mensaje cifrado, que deseamos comprender. La cuestión nos concierne en particular porque este mito está ligado a la historia del teatro occidental, recordemos brevemente una de sus huellas: en el diálogo platónico que lleva el nombre del sofista Protágoras, éste, en determinado momento de su ceñida conversación con Sócrates, le dice: “También ahora, el hombre que más injusto pueda parecerte de cuantos viven en una sociedad regida por leyes sería, con todo, justo y un profesional de esta materia, si se le comparase con gentes que no tuviesen ni educación ni tribunales de justicia ni leyes ni coacción alguna que les obligase a cultivar la virtud, siendo así una especie de salvajes [ágrioi] como los que el año pasado nos presentaba el poeta Ferécrates en las fiestas Leneas. Si, de repente, te vieras en medio de estas gentes, como los misántropos en aquel coro, desearías encontrarte con Euribato y Frinondas [dos malhechores famosos] y echarías de menos con nostalgia la maldad de las gentes de aquí.” 16
Esta comedia de Ferécrates, Los salvajes [Agrioi], que se estrenó el año 420 a. C., relata la historia de dos misántropos atenienses que huyen de la corrupción ciudadana y se refugian en una región incivilizada en busca de formas de existencia salvaje despojadas de la maldad de la polis. El teatro reflexionaba a su modo y manera sobre la crisis que vivía la democracia ateniense a fines del V y criticaba la pretendida solución escapista de quienes propugnaban un retorno a la naturaleza inhumana, a lo carente de educación, domesticación y cultivo, a lo agraz y silvestre. Por los fragmentos que se nos han conservado de dicha comedia, Ferécrates dibuja a los salvajes con rasgos negativos: son gigantes que desean enterrar a los atenienses cabeza abajo (fr. 5), viven en extrema pobreza, pues se alimentan de hojas de plantas similares a coles y lechugas, de hierbas silvestres y de caracoles, llegando a comerse los propios dedos, como dicen que hacen los pulpos, cuando el hambre es extrema (fr. 13), y esos salvajes carecen de toda educación, incluso musical, ni siquiera tocan bien instrumentos de pastores (fr. 6).
Como ha explicado Marcel Detienne, en la Atenas de Pericles hubo cuatro formas de rechazar la polis, dos en dirección hacia arriba, el pitagorismo y el orfismo, que se orientaban hacia los sacrificios y los dioses, y dos en dirección hacia abajo, el dionisismo y el cinismo, que buscaban la naturaleza irrestricta y espontánea, la del salvajismo y el bestialismo, con manifestaciones como la desnudez, la ebriedad, la pederastia, el incesto, e incluso comer carne cruda y practicar la antropofagia17. Basándose en este esquema estructural R. Bartra ha indicado la duplicidad de significados que también conlleva el mito del salvaje en la Edad Media, como sucede, por ejemplo, en la figura de Merlín, mediante esos “dos grandes caminos críticos que traza Occidente para escapar de la coerción social y cultural: hacia arriba y hacia fuera, más allá de lo humano, hacia el mundo celestial o el reino de la muerte, hacia las fuerzas divinas o infernales. O bien hacia abajo y hacia adentro, más acá de lo humano, hacia el mundo natural y bestial, hacia el desierto y el salvajismo. Esta segunda vía, cínica y dionisíaca, se escapa del cristianismo y forma la base de sustentación del mito del homo sylvestris, de un ser que se emancipa de la culpa y del agobio del alma, para sumergirse como una fuerza vital desalmada en el enloquecido torbellino del cosmos animal y vegetal.” 18
Esta tendencia asilvestrada seguirá su curso de manera sorprendente. A partir del Renacimiento, a comienzos de la modernidad, los hombres salvajes adquieren nueva fuerza gracias a una extraña síntesis que acontece en la cultura europea: los sátiros y centauros de la Antigüedad grecorromana se unen con los seres humanos agrestes o silvestres de la Europa Medieval, a los que otorgan nueva sensibilidad, capaz de emocionarse tiernamente ante el amor y la muerte, como demuestran los cuadros de Piero di Cosimo, por citar un espléndido referente plástico.
 Piero di Cosimo  
 Piero di Cosimo  
En  esa época las figuras del mito se llenan de sentimientos personales, de  pasiones individuales, las del hombre moderno naciente. Pero no hay que  pasar por alto que este nuevo salvaje “es la sorprendente mutación de  un ser cuya artificialidad es pintada con un naturalismo exquisito.”19  Detengámonos por unos instantes en esta alteración que es posible  detectar en múltiples testimonios, tan bellos como enigmáticos.
3. La mutación del mito del salvaje en el Renacimiento
La  modernidad construye su visión del mundo con elementos medievales, uno  de los cuales es la vida como sueño, o la realidad como ser, frente al  devenir o perecer. En los tiempos modernos el mito del salvaje es  metáfora para entender el movimiento y los cambios, para construir el  espacio histórico que separa la vida civil de la natural. “El  pensamiento moderno usó al hombre salvaje para tomar distancia, en forma  trágica o irónica, de la civilización, ya fuese para realizar una  crítica o bien para fundamentar los valores del gobierno civil, sin  renunciar por ello al uso de este mito para explorar los laberintos del  ser y sus castillos interiores.”20  Se inicia así durante el  Renacimiento un proceso de transición del mito del salvaje que da origen  a la versión ennoblecida del hombre de la naturaleza, que se  desarrollará entre los siglos XVI-XVIII, en el espacio que va de  Montaigne a Rousseau y Diderot21.  Es entonces cuando aparece  el salvaje virtuoso, el salvaje que es bueno por naturaleza y no da  muestras de perversión en los usos de su desnudez y de su fuerza. 
  Lucas Cranach 
 Lucas Cranach, La Edad de Plata  
Según  Mircea Eliade el mito del buen salvaje es una prolongación del mito de  la Edad de Oro, del paraíso perdido, del Edén, de la perfección de los  orígenes y su correspondiente nostalgia. Esa imagen mítica del hombre  natural de determinados textos de Hesíodo, Horacio, Virgilio y otros  autores de la Antigüedad se conservó en la Edad Media y persiste en  algunos cronistas de Indias, como Pedro Mártir o Bartolomé de Las Casas22.  No hay que olvidar, sin embargo, que la cultura religiosa medieval condenaba al hombre en estado natural, el homo naturalis pecador e incivilizado, como demuestran muchos tratados confesionales sobre la penitencia, que preparaban para un renacido homo christianus. 
  Codice medievale 
Así las cosas, es más acertado concebir la versión renacentista como una mutación en la figura del homo sylvaticus, del homo agrestis medieval, que conecta a su vez con leyendas grecorromanas de sátiros, faunos y centauros23.   Los salvajes son ellos mismos semibestiales, brutales, son animales, a  menudo feroces y agresivos, lascivos y crueles, seres de gran talla,  forzudos y gigantescos, incluso en su vertiente femenina, como la  raue Else que seduce a Wolfdietrich y las silvanas o serranas del Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita. 
  Juan de Mandeville, El libro de las maravillas del mundo  
 Cárcel de amor  
Pero el mito de la Edad de Oro confluye conflictivamente con el mito del homo sylvestris  quizá en aquellas creencias populares menos marcadas por la teología  católica, por ejemplo, en cuentos populares y campesinos de tradición  oral, como el que luego recogieron los hermanos Grimm con el nombre de  Juan de Hierro (Der Eisenhans): un hombre salvaje es encerrado  en una jaula por el rey, y el hijo de éste, un niño, lo libera a cambio  de que el salvaje le devuelva la naranja con la que estaba jugando. El  rey castiga a su hijo a pena de muerte, pero el compasivo salvaje le  regala un anillo mágico que lo hace todopoderoso y le salva. El cuento  conecta la tradición oral con la Vita Merlini de Geoffrey de  Monmouth, texto del XII. He aquí, pues, una curiosa manifestación de la  cultura popular medieval, una de las fuentes del proceso de transición  que llevó a la versión noble del mito del salvaje, ya bien explícita,  por ejemplo, en los Ensayos de Montaigne, en los comentarios  sobre los indios caníbales: el salvaje ayuda a los niños, es un ser  benéfico que contrasta con la perversidad del rey y de los hombres  civilizados.
Dentro del cristianismo hay una tendencia que también auspició la versión positiva del hombre salvaje, la ya antigua de la fuga mundi del monaquismo, la de los eremitas y santos de los cenobios del desierto, cultivada sobre todo en el Egipto del s. IV: recuérdense ejemplos como San Onofre, San Macario, San Pablo el ermitaño, San Antonio, Santa María Egipcíaca, o la versión penitente de Santa María Magdalena, de tanta incidencia en la Edad Media. Estos santos son capaces de comunicarse directamente con Dios, sin intermediarios, sin instituciones eclesiásticas, como reclamará en seguida el movimiento de reforma encabezado por Lutero. A ellos se suma la patrística latina monacal, con representantes como San Jerónimo, reproducido muy a menudo en el Renacimiento no sólo en su escritorio traduciendo la Bíblia sino en una cueva, con un león y una calavera, meditando, haciendo penitencia y escuchando la trompeta del Juicio Final. Según Michel de Certeau, la figura del salvaje emana del misticismo y, por contraste, prepara el camino para su opuesto, el homo economicus. El místico y el salvaje, con su vida sencilla y contemplativa, se oponen a los valores del mundo jurídico y político de la economía moderna, al valor del trabajo y el capital, fundamentos del orden que se impondrá en el XVII. Así pues, aquí hay un cambio importante: el nacimiento de la idea de que el lado natural o animal del ser humano tiene un carácter benévolo y virtuoso, una idea que será esencial en el pensamiento europeo de la Modernidad24.
 Dentro del cristianismo hay una tendencia que también auspició la versión positiva del hombre salvaje, la ya antigua de la fuga mundi del monaquismo, la de los eremitas y santos de los cenobios del desierto, cultivada sobre todo en el Egipto del s. IV: recuérdense ejemplos como San Onofre, San Macario, San Pablo el ermitaño, San Antonio, Santa María Egipcíaca, o la versión penitente de Santa María Magdalena, de tanta incidencia en la Edad Media. Estos santos son capaces de comunicarse directamente con Dios, sin intermediarios, sin instituciones eclesiásticas, como reclamará en seguida el movimiento de reforma encabezado por Lutero. A ellos se suma la patrística latina monacal, con representantes como San Jerónimo, reproducido muy a menudo en el Renacimiento no sólo en su escritorio traduciendo la Bíblia sino en una cueva, con un león y una calavera, meditando, haciendo penitencia y escuchando la trompeta del Juicio Final. Según Michel de Certeau, la figura del salvaje emana del misticismo y, por contraste, prepara el camino para su opuesto, el homo economicus. El místico y el salvaje, con su vida sencilla y contemplativa, se oponen a los valores del mundo jurídico y político de la economía moderna, al valor del trabajo y el capital, fundamentos del orden que se impondrá en el XVII. Así pues, aquí hay un cambio importante: el nacimiento de la idea de que el lado natural o animal del ser humano tiene un carácter benévolo y virtuoso, una idea que será esencial en el pensamiento europeo de la Modernidad24.
Cernunnos. S. I a. C. 
Extremando  esta línea, se llega a sospechar que el pecado original no se extiende  al hombre salvaje, el cual se comporta con bondad sin esfuerzo alguno y  sin contar con ayuda sobrenatural, basta con que se haya abandonado el  contexto urbano y su depravado ambiente social y se retorne a la vida  familiar y natural, a las cuevas, las hierbas, la espontaneidad, la  pobreza y la sencillez. Se percibe, por tanto, que facetas marginales  del mito se adaptan a nuevas condiciones sociales, haciendo así que  perdure su vida, que éste subsista como eje iconológico. 
 Un ejemplo de ello es el extraordinario conjunto de tapices de Basilea y  Estrasburgo del siglo XV en los que los nobles salvajes viven  pacíficamente con sus familias en bosques y montañas, jugando con  perros, o en tareas pastorales y agrícolas. Las damas que aquí aparecen  no sólo son capaces de acariciar y domar a los unicornios, también  apaciguan a los salvajes. Pintores y grabadores del XV y del XVI, como  Martin Schongauer, Jean Bourdichon o Hans Schäuffelein, han representado  con finos detalles esta versión idílica del hombre salvaje, alternativa  y crítica del mundo civilizado. 
 Schongauer, Hombre  
En  la literatura de la época, uno de los poemas de Hans Sachs, el zapatero  poeta, representante del espíritu popular de la Reforma protestante que  escribía para el hombre de la calle de su tiempo, pone las quejas  lastimeras (Klagreden) contra los males del pérfido mundo en  boca de unos seres puros y sencillos, ejemplo de “mundo invertido”, que  son los nobles salvajes, inspirados quizá en la figura que aparecía en  el carnaval de Nuremberg disfrazada con hierbas y hojas. 
  Le Bal des Ardents  
 Nüremberg. Carnaval  
Otro  lamento de Sachs está en la voz de un animal, un lobo, continuando así  una tradición medieval –los bestiarios– que expone de manera irónica y  satírica la crítica a las costumbres fieras, crueles y perversas de los  humanos por parte de animales parlantes dotados de atenta sabiduría y  agudas observaciones y comparaciones25.
El villano del Danubio, del Reloj de príncipes de fray Antonio de Guevara, un buen representante del humanismo renacentista cristiano, obra de 1529, es otro ejemplo sintomático de esta tendencia. Un bárbaro de los pueblos del Danubio se queja ante el Senado y el emperador Marco Aurelio de las desgracias que les ocasionan sin motivo las tropas romanas, eco bien obvio de lo que por entonces ocurría en la conquista de América. Este villano o plebeyo, de nombre Mileno, tiene todos los rasgos típicos del hombre salvaje –peludo, barbado, con un árbol en la mano y de figura repulsiva y bestial–, pero posee una gran finura racional y moral, con la que detecta las mentiras y contradicciones de los pretendidamente civilizados, que son soberbios, incontinentes, ladrones, impacientes, etcétera26.
 El villano del Danubio, del Reloj de príncipes de fray Antonio de Guevara, un buen representante del humanismo renacentista cristiano, obra de 1529, es otro ejemplo sintomático de esta tendencia. Un bárbaro de los pueblos del Danubio se queja ante el Senado y el emperador Marco Aurelio de las desgracias que les ocasionan sin motivo las tropas romanas, eco bien obvio de lo que por entonces ocurría en la conquista de América. Este villano o plebeyo, de nombre Mileno, tiene todos los rasgos típicos del hombre salvaje –peludo, barbado, con un árbol en la mano y de figura repulsiva y bestial–, pero posee una gran finura racional y moral, con la que detecta las mentiras y contradicciones de los pretendidamente civilizados, que son soberbios, incontinentes, ladrones, impacientes, etcétera26.
 Hans Holbein, El vilano del Danubio 
 John Bullver, El vilano del Danubio. 1653  
Poco a poco, pues, el lado natural o animal del hombre aparece  representado con carácter positivo, noble y virtuoso, codificado en una  potente figura mítica, que sirve también para simbolizar la alteridad de  los indios de América y la de todos los oprimidos en la Europa del  trabajo y el capital.
En resumen: este mito antropológico,  esencialmente laico, profano y popular, participa de una corriente que  aprovecha relatos y creencias antiguos y medievales para ampliar la  noción secular del mismo sobre la base natural del comportamiento  humano, un movimiento que las ciencias de los siglos XVII y XVIII  desarrollarán y afianzarán en sus estudios de los diferentes “reinos”  del mundo de la naturaleza, en investigaciones acerca de la “historia  natural” de las múltiples regiones del planeta, cada vez más explorado y  visitado. Una de sus aportaciones consiste en haber tenido la capacidad  de situar en terreno secular los problemas morales y políticos para que  se pudieran ver y pensar sin tener que acudir a instancias sagradas de  dogmática respuesta. Algunos misteriosos grabados de Durero de  1498-1505, como los llamados ‘Hércules’ y ‘La familia de sátiros’, son  un buen muestrario para comprobar plásticamente esta mutación que tiene  lugar en el Renacimiento: de ser el modelo de la representación del  vicio, la fuerza bruta, la ebriedad y la lascivia, tan explotado por los  artistas del sur de Europa, los sátiros se tornan en estos dibujos un  ejemplo de padres de familia, amorosos y musicales, concepción  tragicómica que ya se hallaba presente en dibujos y tapices de finales  del XV en Centroeuropa, como dijimos.  
 Albert Dürer, Hércules  
 Albert Dürer, Penitencia 
 Albert Dürer, La familia de sátiros 
Este  cambio que se detecta en Durero, creador de gran influencia, también es  manifiesto en otros artistas italianos y germanos, como Jacopo de’  Barbari, Lucas Cranach o Albrecht Aldorfer.
   Albert Aldorfer, Familia de sátiros
4. El mito del salvaje en La vida es sueño de Calderón de la Barca
Veamos ahora qué sucede un siglo después, en una obra del Barroco. La vida es sueño  (1635) presenta, en principio, una figura central según el modelo del  mito del hombre salvaje. Como es bien sabido, esa figura es la de  Segismundo. Bastaría recordar los cuentos y leyendas de niños criados en  cuevas, al margen de la sociedad, como si hubieran sido raptados por  lobos u osos y alimentados por perras o cabras, sin haber visto nunca ni  siquiera a una mujer, para confirmarlo. El aspecto y los atributos con  los que suele salir a escena este singular prisionero también lo  ratifican: largas barbas, cabellera enmarañada, descalzo, revestido de  pieles, furioso y altanero, encadenado como delincuente en rebeldía, en  vivo contraste con la corte palaciega y con lo cortesano y “cortés”. No  obstante, habrá que dilucidar qué significa su salvajismo y si en la  obra hay otros personajes que también lo ejemplifican, quizá  precisamente porque ni siquiera son seres racionales. En efecto, el  espacio antropológico en el que situarlo se dibuja en un terreno  intermedio de difusas fronteras, que limita en la parte superior con lo  angélico y con lo divino, con la luz, la belleza y la bondad, destacando  versiones humanas que se aproximan a tal excelencia, como el monarca  justo, el sabio de cultivada inteligencia y el santo piadoso, mientras  que en la vertiente inferior, la que suelen ocupar las mujeres, los  trabajadores, los niños y los ignorantes, y sobre todo la ínfima en la  que se encuentran los bárbaros, los esclavos y los dementes, tiende poco  a poco a confundirse con la franja correspondiente a los animales, con  los domésticos, esto es, mansos, laboriosos y útiles, en primer lugar, y  con los silvestres, agresivos e indómitos, en segundo lugar, para  abocar hacia abajo en el mundo de lo vegetativo y de lo inanimado, de la  naturaleza inorgánica y mineral, en las pócimas, los elementos y su  poder descomunal. De ahí se pasa ya a los submundos, al averno y los  infiernos, a los demonios y diablos, al oscuro imperio del vicio, la  maldad y la muerte. Valga este breve esquema jerárquico para ubicar los  pasajes y comentarios, pues si bien el mito del salvaje al mutar en el  Renacimiento comenzaba a colocarse en la parte superior de tal espacio,  tornándose símbolo de lo bueno, lo noble y lo puro o incontaminado,  veremos que, como en la Edad Media pero de otro modo, en el Barroco se  cargará de complejidad y volverá a estar oscilante y difuminado,  emplazado de suyo mucho más abajo, como algo infecto, tenebroso y  perverso, aunque dotado de movimientos, ambigüedades y drásticas  alternativas.
4.I. El extraño comportamiento de un bruto animal
Comencemos  por la Escena Primera de la Jornada Primera de la comedia, accidentado  inicio que tiene un texto difícil, germen lleno de insinuaciones, pues  antes de que aparezca Segismundo ya tendríamos sobre las tablas una  serie de esbozos en torno al “salvajismo”, entendiendo por tal un  comportamiento natural extremo, caracterizado con rasgos negativos. En  efecto, el caballo de Rosaura, que con su brusco salto la hace  descabalgar y la introduce en paraje desconocido, es denominado por ella  como un animal híbrido, mezcla de caballo y de extraña ave de fábula,  un “hipogrifo” de violentas reacciones (v. 1), similar al viento (v. 2),  una fracasada combinación de los cuatro elementos (fuego, aire, agua y  tierra), marcado por carencias, un fallido resumen del cosmos a fin de  cuentas, como si la naturaleza tuviera deficiencias y disarmonías.  Rosaura reconoce que se trata de un animal, de un “bruto” (v. 5), de un  irracional, pero dicho caballo carece de “instinto natural” (vv. 5-6),  constatación que si no es un mero sinsentido debe querer decir algo así  como que actúa sin equilibrio, de una manera anormal, sin recta  obediencia a las leyes de su naturaleza específica, por lo cual se  “desboca”, se “arrastra” y se “despeña”, abandonando el camino y  adentrándose entre peñascos, y –cosa peor– lanzando por el suelo a su  jinete, que es quien sufre las consecuencias de ese movimiento, su  caída, por lo que podemos denominarlo como brutal, esto es, “salvaje”27.   Repárese, pues, en que desde el principio se constata la presencia del  “salvajismo” entre lo que ya es, de por sí, salvaje, a saber, en el  bruto o animal, en un ser natural, en un caballo que ha perdido su  marcha normal, su galope a compás, como también sucede en la masa de  aire que se pone en movimiento, en el viento violento, característico  fenómeno que puede alcanzar enorme fuerza y ser gestor de tormentas y  huracanes, causa de desastres. El “salvajismo” aquí aludido, por tanto,  indicaría que la naturaleza sufre en ocasiones como una torsión, un  salto precipitado o una pérdida, un momento de transgresión de sus leyes  o de las pautas instintivas que guían el comportamiento de los  elementos y de las especies en su existencia, provocando un accidente,  una dolorosa caída, una ruptura de las condiciones habituales. Ahora  bien, como el caballo ha recibido una doma y va montado por un jinete,  siempre se podría atribuir a éste el percance sufrido, a su mala  dirección, o a desajustes en la domesticación a la que se ha sometido al  animal, que ya no serían, pues, algo meramente instintivo o heredado,  sino el resultado de la deficiente intervención humana. Más aún, con su  violenta reacción el caballo pudo haber detectado que había algo extraño  en el camino, que ese paraje perdido contenía un raro “edificio” (v.  53) en el que sería posible buscar cobijo y alimento. En cualquier caso,  esta primera escena es indicio de las oscilaciones de lo “natural” y de  lo presuntamente “normal” y de la difícil conjunción entre “naturaleza”  y “cultura” –o, si se prefiere, entre naturaleza y artificio, entre  herencia y aprendizaje, entre espontaneidad y disciplina–, con lo cual  problematiza el fácil recurso a la supuesta bondad del substrato natural  del cosmos como fuente de explicaciones de lo que (nos) sucede, como si  el siglo XVII advirtiera de golpe que las cosas son más complejas de lo  que parecen, que tienen más movimientos, claroscuros y disfraces –como  el que lleva Rosaura, “en hábito de hombre de camino”– de lo que suponía  el nítido optimismo del pensamiento renacentista. 
4.II. Rústica gruta en laberinto de peñas en lo alto del monte 
El  lugar en el que comienza el drama es un “confuso laberinto” (v. 6) de  “desnudas peñas” (v. 7), la parte superior de un “monte eminente” (v.  15), su “cabeza enmarañada” (v. 14). El espacio de “los brutos”  propiamente tales (v. 10) es el “monte” (v. 9), con lo cual encontramos  de manera explícita el territorio que corresponde a lo salvaje en la  tradición occidental, la alta montaña, una elevada profusión de peñas en  desorden, cual cabellera sin peinar28.  
  Jan Mostaert, La colina 
Las  metonimias del texto indican que lo salvaje es al monte y a la  confusión, al laberinto y a la maraña, como lo civilizado es al campo  cultivado y a la ciudad, al recto orden que impera en los surcos y las  calles, a la limpieza, los cortes y el trenzado de un cabello sometido a  cuidados. Como “desierto monte” (v. 47) y “desnudas peñas” (v. 56), tal  lugar alude a la soledad, al aislamiento, a la falta de sociedad, a no  tener a nadie con quien hablar o a quien consultar en busca de  orientaciones y auxilios29.  Por eso quien allí se halla está  perdido (v. 46), también por la hora que es, porque el día se acaba y  sólo resta una “medrosa luz” (v. 52), la del crepúsculo, antesala de la  noche y de la oscuridad. De inmediato el edificio que en tal paraje se  encuentra añade nuevos rasgos a tal paisaje salvaje: “rústico” (v. 56),  “palacio” “tan breve” (v. 57), con arquitectura de “tan rudo artificio”  (v. 59), esa grosera edificación es una especie de cueva o de gruta,  cuya “puerta” (v. 69), mejor “funesta boca” (v. 70), está abierta y  “engendra dentro” de ella “la noche” (v. 72). La entrada es, pues, una  negra oquedad, un abismo tenebroso. Ese oscuro edificio es una “torre”  (v. 83), bastión militar, penal, atalaya para la defensa, construcción  limítrofe en terreno fronterizo, de nuevo un símbolo de peligro, de  inseguridad, hostilidades y castigos.
4.III. Un hombre miserable con pieles de fieras
En  la desolación del monte, entre tinieblas, en una torre de construcción  elemental, cual bruto o alimaña en su cueva, se encuentra Segismundo,  como “galeote en pena” (v. 76), “mísero” e “infeliz” (v. 78), como dice  de sí mismo al comienzo de la Escena II. Ese es el significativo  contexto, su tétrico ambiente, sus desdichadas circunstancias, en  absoluto idílicas o bucólicas. La descripción que de su aspecto hace  Rosaura añade a todo ello el primer dato inequívoco para que lo  cataloguemos por su propia figura, y no sólo por el rudo entorno, como  un genuino salvaje: “y porque más me asombre, / en el traje de fiera  yace un hombre / de prisiones cargado, / y sólo de la luz acompañado”  (vv. 95-98). A ese “traje de fiera” remite la anotación escénica que  indica que Segismundo aparece “vestido de pieles”. Según Bartra, “el  vestido de salvaje –con pieles– es un recurso muy usado por Calderón  para sugerir en los espectadores el arquetipo del homo sylvestris  desnudo. Al cubrir el cuerpo con pieles se hacía alusión a una desnudez  que era imposible de llevarse a escena, como ha señalado Aurora Egido.”30   Pero no es necesario remitirse a la desnudez integral, con sus  reminiscencias paradisíacas o sus guiños hacia la transgresión, la  vergüenza y el pudor, ese “traje” era el que a menudo llevaban los  “salvajes” en las representaciones escénicas e iconográficas desde la  Edad Media31.  Ahora bien, tales “pieles” no son meramente  las de cualquier animal utilizable, por ejemplo, de un conejo, una oveja  o una vaca, sino que proceden de una “fiera”, esto es, de un felino, un  lobo o un oso, subrayando así que previamente se la ha tenido que cazar  y que quien ahora se cubre con ellas es también, por contacto, otra  fiera, un homo ferus, un animal salvaje, agrestre y selvático,  en absoluto domesticado, esto es, un animal peligroso, sanguinario y  carnicero. A tal fiereza, a dicho “miserable estado”, le corresponde,  como así sucederá en la Escena XVII, vestir con “pieles”,  estar  “encerrado” y atado a una “cadena” y “dormir en el suelo”32.   En la torre, en efecto, no hay camas ni muebles, esa celda ni siquiera  parece un establo, remite a una jaula con barrotes. Para subsistir en  ella hay que ser duro como una roca y feroz como las fieras, que carecen  de sentimentalismos33. Que es así como hay que interpretar esas “pieles” de “fiera” que visten al protagonista lo sugiere este pasaje de su monólogo: “Nace el bruto, y con la piel / que dibujan manchas bellas, / apenas signo es de estrellas, / gracias al docto pincel, / cuando, atrevido y crüel, / la humana necesidad / le enseña a tener crueldad, / monstruo de su laberinto” (vv. 133-140). La fiera salvaje, de bella piel como la del leopardo, cuyas manchas son reflejo de las constelaciones, es necesariamente atrevida y cruel, tan sanguinaria e insaciable como el monstruo del laberinto, como el Minotauro. Si recordamos que Rosaura se refería al paraje montañoso al que había sido lanzada como “confuso laberinto”, símbolo plástico de su propia desorientación, incluso podremos captar que el propio Segismundo se concibe como fiera singular, como el nuevo y artificial Minotauro34 que la “humana necesidad” de su padre le ha enseñado a ser, un monstruo doblemente cruel por carecer de libertad y hallarse encerrado en esa cueva-mazmorra, perdida entre las peñas del monte. La progresión con la que aquí se presenta peyorativamente lo salvaje es, pues, aleccionadora: un bruto desenfrenado que ha aprendido a ser cruel y atrevido y se ha convertido a la fuerza en un verdadero monstruo. ¿Llegará a alimentarse de sangre en su salvajismo, como un caníbal feroz y asesino?
4.IV. El monstruo del laberinto, un volcán
Esa  última definición, el “monstruo de su laberinto”, remite, por una  parte, a un universo fabuloso y mítico heredado de la Antigüedad,  poblado de figuras quiméricas e híbridas, como las esfinges, los  hipogrifos y los minotauros –recuérdese su trágica y persistente  leyenda–35,  pero también remite, por la otra, a curiosas  criaturas naturales que los científicos y los artistas del XVII no se  cansan de estudiar y de pintar, como las “mujeres barbudas”, retratadas  por Lavinia Fontana en 1583 (Antonietta Gonsalvus), por Sánchez Cotán en  1590 (Brígida del Río) y por Ribera en 1631 (Magdalena Ventura); 
María Magdalena
los “hombres peludos”, reproducidos por Ulysse Aldrovandi en su Monstrorum historia  en 1642; los enanos y bufones, dignificados e inmortalizados por  Velázquez, y las personas con malformaciones y con obesidades mórbidas,  como Eugenia Martínez Vallejo, pintada hacia 1680 por Carreño de Miranda  como “la monstrua desnuda” y “la monstrua vestida”, en cuadros que se  pueden contemplar en El Prado. Lo natural, a los ojos del Barroco,  tiende, así pues, hacia las anomalías y las monstruosidades, las  excepciones y los fenómenos anormales, la locura y los prodigios  causados por ciertas enfermedades hereditarias. Las personas que las  padecían eran consideradas dignas de habitar en los palacios reales para  distracción de las infantas –como épocas posteriores las exhibirán en  barracones de feria y en espectáculos circenses o cinematográficos. En  consonancia con lo cual, el siglo XVII también percibe la naturaleza  presuntamente inanimada e inorgánica como particularmente terrible y  amenazadora, susceptible de manifestarse mediante cataclismos,  tempestades, terremotos, incendios, inundaciones, etcétera.
Una confirmación de lo expuesto la proporcionan los siguientes versos del monólogo de Segismundo: “En llegando a esta pasión, / un volcán, un Etna hecho, / quisiera sacar del pecho / pedazos de corazón” (vv. 163-166). La fiera o el monstruo son, en el mundo animal, como el volcán en el ámbito de la orografía, un escalofriante fenómeno natural que arroja ríos de lava incandescente que todo lo abrasan, un estallido de fuego devastador que arranca las entrañas de la tierra y las pulveriza. La referencia concreta al Etna subraya la presencia de volcanes en Europa, en nuestro mismo Mediterráneo, y remite también a la isla en la que según los mitos griegos habitaban los cíclopes, la tierra en la que Eurípides sitúa a Polifemo, el prototipo de antropófago sibarita, desconocedor de las normas de la hospitalidad, el comercio y el amor, impío egoísta, violador y asesino36. La pasión que siente Segismundo y las palabras con las que la define son, por tanto, una premonición de su talante salvaje, exponente del tipo maligno y asilvestrado, aquel que sigue el modelo del cíclope perverso y caníbal, ejemplo de la caprichosa voluntad del más fuerte, a quien enfada la menor referencia a la justicia que aplica normas de vigencia intersubjetiva: “nada me parece justo, en siendo contra mi gusto”, como dirá después (vv. 1417-1418).
Una confirmación de lo expuesto la proporcionan los siguientes versos del monólogo de Segismundo: “En llegando a esta pasión, / un volcán, un Etna hecho, / quisiera sacar del pecho / pedazos de corazón” (vv. 163-166). La fiera o el monstruo son, en el mundo animal, como el volcán en el ámbito de la orografía, un escalofriante fenómeno natural que arroja ríos de lava incandescente que todo lo abrasan, un estallido de fuego devastador que arranca las entrañas de la tierra y las pulveriza. La referencia concreta al Etna subraya la presencia de volcanes en Europa, en nuestro mismo Mediterráneo, y remite también a la isla en la que según los mitos griegos habitaban los cíclopes, la tierra en la que Eurípides sitúa a Polifemo, el prototipo de antropófago sibarita, desconocedor de las normas de la hospitalidad, el comercio y el amor, impío egoísta, violador y asesino36. La pasión que siente Segismundo y las palabras con las que la define son, por tanto, una premonición de su talante salvaje, exponente del tipo maligno y asilvestrado, aquel que sigue el modelo del cíclope perverso y caníbal, ejemplo de la caprichosa voluntad del más fuerte, a quien enfada la menor referencia a la justicia que aplica normas de vigencia intersubjetiva: “nada me parece justo, en siendo contra mi gusto”, como dirá después (vv. 1417-1418).
4.V. La quimera, el furioso hombre-fiera
No  bastan, sin embargo, las alusiones indirectas, el mismo prisionero se  presenta en el primer diálogo que sostiene con un desconocido –quien,  además, es una mujer–, con esta confesión: “aquí, porque más te asombres  / y monstruo humano me nombres, / entre asombros y quimeras, / soy un  hombre de las fieras, / y una fiera de los hombres” (vv. 208-212).  Segismundo se reconoce como un monstruo humano, ya que es un híbrido de  hombre y de fiera, un ser intermedio entre lo humano y lo bestial, una  quimera, desviación hacia abajo en la jerarquía ontológica y en el  espacio antropológico; en otras palabras, es, y así lo dice, con la  carga negativa y degradante que ello acarrea, un hombre salvaje feroz.  Un motivo, así pues, de asombro, una incitación a la reflexión  antropológica37. 
Téngase en cuenta que si la enumeración  de los saberes que ha aprendido parece aminorar su asumida animalidad y  subrayar su evidente humanidad, su racionalidad, por ejemplo, su dominio  de la retórica, conviene advertir que él los admite por la peculiar  inmersión en el mundo natural de la que goza, como si poseyera una  especie de “anillo del rey Salomón” y ello lo capacitara para hablar con  las bestias, las aves y los peces: lo que sabe lo tiene “de los brutos  enseñado, / advertido de las aves” (vv. 216-217)38.  Nunca ha  recibido un rico proceso de socialización, conviviendo con otras  personas. Hasta ahora ha sobrevivido solitario en ese monte desierto,  reducido a observar astros y animales, bajo la exclusiva supervisión del  alcaide y con lo que este funcionario le ha querido transmitir. Por  ello es, en gran medida, un hijo de la naturaleza, un raro prototipo de  la existencia animal, aunque con el grave inconveniente de los grilletes  que le impiden deplazarse.
La Escena III aporta variaciones a este  tema, por ejemplo, Clotaldo se refiere a Segismundo como “el prodigio /  que entre estos peñascos yace” (vv. 301-302), insistiendo en la  monstruosidad de su prisionero, y éste da pruebas de su fiereza, esto  es, de su animalidad, de su salvajismo, amenazando al carcelero si  agravia a sus visitantes con este peculiar suicidio: “tengo que  despedazarme / con las manos, con los dientes, / entre aquestas peñas,”  (vv.  314-315). Por suerte, las cadenas son el freno exterior, las  riendas que detienen las “furias arrogantes” (v. 324) de esa fiera,  capaz de alzarse contra los cielos, cual “gigante” (v. 332),  amontonando, sobre cimientos de piedra, “montes de jaspe” (v. 336), como  dice de sí mismo el prisionero, aludiendo a la fábula de los gigantes  que se rebelaron contra los dioses y que por ello simbolizan, aclara  Covarrubias, a “los hombres locos, soberbios, impíos y bestiales.”39   Al aspecto salvaje se han asociado, pues, rasgos anímicos y  caracteriológicos de bestialidad, como la furia, la impaciencia, la  arrogancia, el orgullo y la impiedad, si bien no han llegado a  consumarse todavía en actos delictivos porque el estar encadenado  restringue el ejercicio de la voluntad de Segismundo. Los grilletes se  revisten, por tanto, de simbolismo, como mostración de un viejo tema  moral: las pasiones aprisionan al ser humano y le esclavizan, dejándole  sin verdadera libertad. La torre, como la caverna platónica, es lugar de  sujeción a las sombras, a los sentidos, al mundo sensible de las  cambiantes opiniones sin fundamento; es la tumba del cuerpo en la que se  está encerrado; pero Segismundo está, además, sometido por sus  pasiones, dominado por la cólera y la soberbia que desafía al cielo40.  
4.VI. Un “Edipo salvaje”: la víbora humana, el matricida rebelde
En  la Escena VI, ya en otro contexto, Basilio explica ante la corte la  situación de su hijo, en secreto encierro precisamente por las pruebas  que dio de salvajismo congénito incluso antes de nacer: “Su madre  infinitas veces, / entre ideas y delirios / del sueño, vio que rompía /  sus entrañas atrevido / un monstruo en forma de ho(m)bre, / y entre su  sangre teñido / le daba muerte, naciendo / víbora humana del siglo” (vv.  668-675). En esa premonitoria pesadilla Clorilene imaginaba, como decía  Plinio de las víboras41,  que el hijo que llevaba en el  seno, cual ser monstruoso, nacería rompiéndole las entrañas y  ocasionándole la muerte, como así sucedió: “nació Segismundo, dando / de  su condición indicios, / pues dio la muerte a su madre, / con cuya  fiereza dijo: / “Hombre soy, pues que ya empiezo / a pagar mal  beneficios”” (vv. 702-707). Segismundo se comporta como una fiera  atrevida y cruel ya en su nacimiento, como una víbora, un monstruo  humano que viene al mundo acompañado de otros prodigios de la naturaleza  (v. 663), como si en ese momento ésta hubiera sufrido un paroxismo, un  desvanecimiento o pérdida de sentido (v. 695), ya que aquel parto mortal  coincidió con un “horrendo eclipse” de sol, un oscurecimiento de los  cielos, un terremoto que hizo que temblaran los edificios, una lluvia  con granizo y unas riadas devastadoras ( vv. 695-699), fenómenos  similares a los que acompañaron a “la muerte de Cristo” (v. 691). Esta  referencia a los Evangelios indica tal vez que el recién nacido podría  ser como un Adán irredento, todavía bajo el poder tentador de la  serpiente; como una especie de demonio rebelde y desagradecido, de nuevo  Lucifer, o bien como prefiguración del Anticristo, cuya presencia la  naturaleza detectara con significativos estremecimientos. Entraríamos  así en versiones teológicas del salvajismo antropológico que, en estos  versos, tienen escasa apoyatura textual, aunque aporten fuertes  sugerencias para la interpretación global del mito del salvaje como  animal rastrero y venenoso. No es necesario insistir en esa línea  hermenéutica sobre lo natural en los humanos según la religión  judeocristiana, que llevaría, por ejemplo, a tesis paulinas y  agustinistas, similares a otras coetáneas como las pascalianas, basta  con constatar este nuevo rasgo de salvajismo: la viperina monstruosidad  del nacimiento homicida del príncipe Segismundo, quien, como bien se ha  dicho, comienza a existir como una especie de “Edipo salvaje”.
Ante  tales signos el docto Basilio acude a sus estudios y en todo advierte  “que Segismundo sería / el hombre más atrevido, / el príncipe más crüel /  y el monarca más impío” (vv. 710-713), por quien el reino se  convertiría en campo de traiciones y vicios, “y él, de su furor llevado”  (v. 717), pondría al viejo monarca a sus pies, arrebatándole la corona.  Sintiéndose amenazado, el rey da crédito a lo que los hados pronostican  y ante tales vaticinios “determiné de encerrar / la fiera que había  nacido” (vv. 734-735) en “una torre / entre las peñas y riscos / desos  montes” (vv. 740-742). Por ello hasta ese momento, en efecto, el  príncipe “ha sido / cortesano de unos montes, / y de sus fieras vecino”  (vv. 813-815). Con tales comparaciones se afianza una relación  estructural que contrapone sistemática y reiteradamente el hombre  salvaje al miembro de la corte real, la torre entre montañas al palacio  en la ciudad, la vida entre fieras a la convivencia entre nobles y  cortesanos, la reclusión encadenada a la vida en libertad civil. Más  adelante, Astolfo lo dirá en fórmula afortunada, radicalizando la  analogía: “que lo que hay de hombres a fieras / hay desde un monte a  palacio” (vv. 1434-35). Puesto que el recién nacido ha demostrado que es  una fiera, el lugar que le corresponde es la alta montaña en el campo,  el territorio salvaje por excelencia, lejos de la ciudad y de su centro,  el palacio del monarca.
4.VII. Una elección radical: autodominio magnánimo o prepotencia lasciva y asesina
A  pesar de los pronósticos, Basilio quiere llevar a cabo un experimento  para asegurarse de la genuina condición de su hijo y saber si es  “prudente, cuerdo, benigno” (v. 809) y desmiente al hado, o, por el  contrario, “si él, / osado, soberbio, atrevido / y crüel, con rienda  suelta / corre el campo de sus vicios” (vv. 816-819). Surge aquí una  decisiva dualidad axiológica, la que diferencia entre el humano justo y  el injusto, el civilizado y el salvaje, el noble y el vil, que recuerda  la pregunta que ya Odiseo reiteraba en su leit-motiv antropológico,  móvil de varias de sus aventuras, como cuando fue a visitar a los  cíclopes y necesitaba averiguar si se hallaba ante malignos salvajes:  “Mis leales amigos, quedad los demás aquí quietos / mientras voy con mi  nave y la gente que en ella me sigue / a explorar de esos hombres la  tierra y a ver quiénes sean, / si se muestran salvajes, crueles, sin ley  ni justicia, / o reciben al huésped y sienten temor de los dioses.”42   En la obra de Calderón se repite una alternativa muy similar entre  fiereza (en el sentido de furia desmedida, de bestialismo y ferocidad),  atrevimiento, crueldad, osadía y soberbia, características del hombre  salvaje vicioso, y prudencia, cordura, magnanimidad y autodominio, notas  del hombre noble y virtuoso. Más adelante, en la Escena Primera de la  Jornada Segunda, la disyuntiva con la que Basilio resume el  planteamiento distingue entre “ser cruel y tirano” o “vencerse [a sí  mismo] magnánimo” (vv. 1116 y 1118), un autodominio que implica actuar  “con valor y con prudencia” (v. 1109)43.  Y en la Escena  Sexta, una vez demostrado el agresivo y mortífero salvajismo de  Segismundo como príncipe adulto al haber defenestrado a un criado que le  recriminaba su injusta actitud, esto es, al haber cometido “un grave  homicidio” (v. 1455), Basilio lo define con estos adjetivos: “Bárbaro  eres y atrevido;” “soberbio, desvanecido [envanecido]” (vv. 1520 y  1524), cuando lo adecuado hubiera sido que aquél en todo momento se  hubiera manifestado “humilde y blando” (v. 1529). Con su acción criminal  el propio príncipe ha obtenido una respuesta sobre su identidad: “Pero  ya informado estoy / de quién soy, y sé quién soy: / un compuesto de  hombre y fiera.” (vv. 1546-1547). Su salvajismo le sitúa en la zona más  baja del espacio antropológico, la más alejada de lo excelente,  contrapuesta a lo angélico y a lo divino.
Poco depués, en la Escena  Octava, culminando este doble proceso de autoconocimiento y de  degradación, se subraya la salvaje bestialidad de Segismundo por la  violenta manera en la que quiere forzar a Rosaura y gozar de ella,  deshonrándola. En la dramática respuesta que la mujer pronuncia se  encuentra la mejor definición del salvajismo del príncipe, el resumen  más completo de los rasgos que lo caracterizan, enunciado aquí por quien  es víctima de libidinosa agresión, de “loco deseo”, de tiranía  delictiva, de la fuerza bruta de un macho prepotente: “Mas ¿qué ha de  hacer un hombre, / que de humano no tiene más que el nombre / atrevido,  inhumano, / crüel, soberbio, bárbaro y tirano, / nacido entre las  fieras?” (vv. 1654-1658). El comportamiento de Segismundo es, por  partida doble, peor que el de un animal salvaje, él actúa como egoísta  caprichoso, sanguinario y lascivo, asesino y violador. Si en tal  contexto la voz de Clotaldo le advierte y le aconseja, esas palabras  sólo consiguen provocar “ira” (v. 1671), “cólera” (v. 1687) y “rabia”  (v. 1680) que le llevan a intentar un nuevo homicidio. Las posibles  dudas u oscilaciones entre diferentes grados de humanidad para tratar de  caracterizarle han cesado con ello definitivamente, sólo resta en su  definición lo inhumano, el ámbito de la perversión, el territorio de los  vicios, el bestialismo desenfrenado. El mito del salvaje se ha  reproducido en una versión excepcionalmente innoble y malvada, en la que  sólo está ausente un rasgo típico de su versión tradicional: el  canibalismo. En ella el Barroco reflexiona con radicalidad sobre el ser  humano, diseccionando de modo implacable la conducta del hijo del  monarca, del príncipe heredero de la corona, un modelo de horrorosa  inhumanidad cuando ejerce su irrestricta voluntad de poder en esa  especie de sueño atroz o de pesadilla que viene a ser su despertar en  palacio44. 
4.VIII. Otros salvajismos: el vulgo, las drogas
Pero  la obra no acaba en este punto, al contrario, desde aquí arranca un  proceso de transformación que convierte al salvaje por antonomasia en un  rey prudente y magnánimo. No es el momento de exponerlo, pues todavía  quedan abiertos varios interrogantes sobre la cuestión del salvajismo.  La obra, ciertamente, contiene otros representantes de la mítica figura,  por ejemplo, el vulgo, la masa o multitud, “la gente” (v. 2347), un  “ejército numeroso / de bandidos y plebeyos” (vv. 2303-2304)  que no  quiere que lo gobierne un extranjero cuando ya sabe que tiene un “rey  natural” (v. 2290). Este colectivo popular insurrecto también está  considerado como “salvaje” por el viejo monarca Basilio, que entonces ve  peligrar su trono. Por eso le dice a su sobrino: “¿Quién, Astolfo,  podrá parar prudente / la furia de un caballo desbocado? / ¿Quién  detener de un río la corriente, / que corre al mar, soberbio y  despeñado? / ¿Quién un peñasco suspender, valiente, / de la cima de un  monte, desgajado? / Pues todo fácil de parar ha sido, / y un vulgo no,  soberbio y atrevido.” (vv. 2428-2435). Cuando Clotaldo le cuenta al  monarca la liberación de Segismundo por parte del ejército rebelde  utiliza de nuevo metáforas inequívocas de “salvajismo” para referirse a  la plebe enemiga: “el vulgo, monstruo despeñado y ciego” (v. 2478). Los  pasos que ya hemos expuesto, desde la violencia del caballo al inicio de  la obra hasta la ferocidad asesina de Segismundo en el palacio,  resuenan en estos adjetivos de poderosa condensación, que subrayan que  lo salvaje en los grupos humanos es más difícil de dominar que en sus  manifestaciones naturales en animales, ríos o peñas.
Otra porción de  la realidad aparece en la obra como particularmente salvaje, a saber,  las drogas, la poción o bebida que Basilio manda confeccionar para su  hijo, “mezclando / la virtud de algunas hierbas, / cuyo tirano poder / y  cuya secreta fuerza / así al humano discurso / priva, roba y enajena, /  que deja vivo cadáver / a un hombre, y cuya violencia, / adormecido, le  quita / los sentidos y potencias...” (vv. 992-1001), como dice  Clotaldo. Tales hierbas son “el opio, la adormidera / y el beleño” (vv.  1023-1024). Sus increíbles efectos, aparentemente mágicos, son ciertos,  los ha demostrado repetidas veces la experiencia, de ellos se sirve la  medicina aprovechando los “secretos naturales”, la “calidad determinada”  que poseen animales, plantas y piedras (vv. 1005-1011). Tales secretos  pueden producir “mil venenos” que “la humana malicia” examina para dar  la muerte, pero si se templa su “violencia”, entonces no matan,  “aduermen” (vv. 1012-1017). El poder del veneno, usado incluso como  metáfora, es “cruel” (v. 1633), y está “de furia, de rigor y saña lleno”  (v. 1635). Se manifiesta aquí, una vez más, la atenta mirada del  Barroco sobre las fuerzas secretas de la naturaleza, en cuyo  “salvajismo” detecta ambigüedades y polivalencias, pues lo mismo pueden  servir de remedios medicinales que de armas letales, todo depende de la  proporción o medida, del control que las temple. Y, por supuesto, de  quien tome la decisión al respecto y de quien la ejecute, con lo cual  estos versos también nos están sugiriendo que las órdenes de Basilio y  la servil obediencia de Clotaldo tienen su “lado salvaje”, pues no dejan  de ser un abuso de poder, un acto de violencia sobre el cuerpo y sobre  la razón de Segismundo: ellos explotan para sus intereses las cualidades  “salvajes” de los diferentes reinos de la naturaleza, el animal, el  vegetal y el mineral.
4.IX. El salvajismo innato y el salvajismo como producto familiar y  social
Es  suficiente lo expuesto, sin entrar en otras líneas que también cumplen  su función en la trama de la obra –por ejemplo, la cuestión del honor en  las relaciones entre Astolfo y Rosaura, o las ambiciones por la corona  por parte de Estrella y de Astolfo, etcétera–, para que subrayemos otro  aspecto relevante en el tratamiento calderoniano del salvajismo, a  saber, que no es solamente un germen congénito, un desarrollo espontáneo  en el individuo, sino el resultado de una violencia que éste ha  sufrido, la airada respuesta de una víctima que sólo puede reconocerse  como existiendo en el mundo y a la que se la ha condenado sin haber  hecho uso de la libertad. En este sentido, un ser humano se torna  salvaje, un mal salvaje, si se lo considera y se lo trata como a tal por  principio, haga lo que haga, e incluso antes de que propiamente pueda  hacer nada; nunca es, por lo tanto, un presunto inocente, sino que,  desde que nació, es un delincuente condenado a la reclusión, un huérfano  privado de familia, criado con la trágica ausencia de la figura  paterna, pero con todos los efectos del poder absoluto en su contra, con  la forzada sumisión a un padre-patrón que carece de clemencia. De todo  ello Segismundo es bien consciente, pues cuando Basilio desiste de darle  los abrazos con los que pensaba recibirle, dice: “Sin ellos me podré  estar / como me he estado hasta aquí, / que un padre que contra mí /  tanto rigor sabe usar / que con condición ingrata / de su lado me  desvía, / como a una fiera me cría, / y como a un monstruo me trata, / y  mi muerte solicita / de poca importancia fue / que los brazos no me dé,  /  cuando el ser de hombre me quita” (vv. 1476-1487). En efecto, el  príncipe ya sabe en esos momentos que su padre y su rey (v. 1508) le ha  quitado durante todo el tiempo, hasta ese momento, “libertad, vida y  honor” (v. 1516), y que, por consiguiente, el monarca está en grave  deuda con él: ha cometido un crimen de lesa humanidad al deshumanizarle45. 
Este  enfrentamiento clarifica las dos perspectivas desde la que se contempla  el salvajismo, aquella que lo considera un fruto espontáneo y dañino de  la naturaleza humana, como una maldad congénita, y la que lo explica  como un producto de una injusta situación social, de una arbitraria  presión familiar y estatal que elimina la humanidad de sus hijos y  súbditos al tratarlos como animales. Basilio quiere legitimar sus  decisiones, en especial al ver el homicidio que su hijo acaba de cometer  una vez se ha visto reconocido como prícipe, y Segismundo subraya la  condena que ha sufrido sin haber hecho nada, excepto nacer, como  legítimo móvil de su furiosa rebeldía. Para el primer enfoque “el más  fuerte / a su natural responde” (vv. 1466-1467), con lo cual la  naturaleza es el territorio en el que impera quien tiene mayor fuerza,  el instinto más poderoso, la “voluntad de poder”. La fuerza deriva de la  base natural, de la sangre, del carácter, de la herencia que se recibe.  Mientras que para el segundo enfoque las acciones son reacciones,  respuestas, resultados del trato recibido, del aprendizaje y la  enseñanza que brinda la sociedad. Así lo ratifica Segismundo en la  Escena XIV: “Mi padre, que está presente, / por excusarse a la saña / de  mi condición, me hizo / un bruto, una fiera humana: / de suerte que,  cuando yo / por mi nobleza gallarda, / por mi sangre generosa, / por mi  condición bizarra, / hubiera nacido dócil / y humilde, sólo bastara /  tal género de vivir, / tal linaje de crïanza, / a hacer fieras mis  costumbres” (vv. 3172-3184). No sabremos nunca si el príncipe era de  natural apacible, pues se vio forzado a ser atrevido y cruel. Incluso  queda la duda sobre los motivos o causas de su violento comportamiento  tanto al defenestrar al criado como al querer violar a Rosaura, pues  quizá todavía estaba bajo los efectos de las drogas y sufría una  drástica variación de sus circunstancias, tanto exteriores como  interiores. Con todo, Segismundo ha de tomar decisiones y ha de actuar  tal como él es, al final de toda la experiencia vivida, aclamado por el  ejército rebelde y con la victoria que le ofrece el trono. A esa  conjunción de herencia y aprendizaje que lo configura en su realidad él  la denomina “la fortuna” (v. 3214), “su fortuna” (v. 3218), y admite que  la puede vencer “con prudencia y con templanza” (v. 3219), con lo cual  su presunto salvajismo, tanto el innato como el reactivo, es subyugable,  dominable y superable, no es un rasgo fatal e inalterable de su  condición.
La clarificación del salvajismo, camino que requiere el  reconocimiento de la propia fiereza y el descubrimiento práctico, tras  graves dudas sobre el conocimiento de la realidad, de “que aun en sueños  / no se pierde el hacer bien” (vv. 2146-47), conduce a una actitud  precavida, generosa y prudente, que asume la posibilidad de controlarse a  sí mismo y de frenar las tendencias salvajes que lo constituyen: “Es  verdad; pues reprimamos / esta fiera condición, / esta furia, esta  ambición / por si alguna vez soñamos” (vv. 2148-2151).
4.X. El salvajismo y los problemas del poder: los sueños y la detección de la tiranía
Para  concluir, y situándonos en el ángulo de visión de esta convocatoria en  torno a los problemas del poder, deseamos subrayar la genealogía de un  hilo de los muchos que configuran la trama de este texto dramático del  Barroco en su particular versión del mito del hombre salvaje.  Aprovechamos para ello la sugerencia de un afortunado título de Bartra  en su estudio de ese mito entre los griegos –“Platón en la gruta del  cíclope”–, que nos permite insistir en una tesis ya probada, a saber,  que la obra del filósofo ateniense ocupa un lugar eminente en la  estructura de La vida es sueño. En efecto, son bien conocidas las  abundantes metáforas de la luz y del recto conocimiento en este drama,  en ceñido paralelismo con el célebre símil de la caverna del libro VII  de la República46,  lo cual permite  interpretarlo como una matizada descripción del doloroso camino de  aprendizaje de la racionalidad, superando las sombras, las apariencias y  las sensaciones, que lleva de las meras opiniones a la intelección de  la verdad. Pensamos que esta lectura epistemológica debería  complementarse desde la reflexión política con las referencias  platónicas en ese mismo gran diálogo al hombre tiránico, al déspota,  obtenidas también, como en la obra de Calderón, mediante el arquetipo  del salvaje: “un hombre llega a ser perfectamente tiránico cuando, por  naturaleza o por hábito o por ambas cosas a la vez, se torna borracho,  erótico o lunático [melancólico]47.”  El salvajismo como  tiranía se detecta, además, gracias a su delatora presencia en los  sueños, que en ambos textos cumplen una función decisiva.
El examen  del hombre tiránico que realizan Sócrates y sus interlocutores en su  larga conversación les lleva a describir el complejo mundo de los deseos  en el ser humano, pues “probablemente se producen en todos nosotros”  “placeres y deseos innecesarios”. Algunos hombres los extirpan por  completo o los reducen y debilitan gracias a las leyes, a deseos mejores  y al auxilio de la razón, pero en otros hombres tales deseos cobran más  fuerza y se multiplican. ¿De qué deseos se trata? De aquellos “que se  despiertan durante el sueño, cuando duerme la parte racional, dulce y  dominante del alma, y la parte bestial y salvaje, llena de alimentos y  de vino, rechaza el sueño, salta y trata de abrirse paso y satisfacer  sus instintos. Sabes que en este caso el alma se atreve a todo, como si  estuviera liberada y desembarazada de toda vergüenza y prudencia, y no  titubea en intentar en su imaginación acostarse con su madre, así como  con cualquier otro de los hombres, dioses o fieras, o cometer el crimen  que sea, o en no abtenerse de ningún alimento; en una palabra, no carece  en absoluto de locura ni de desvergüenza.” En resumen, para esta  insobornable antropología de inaudito desenmascaramiento, “en todo  individuo hay una especie terrible, salvaje y sacrílega de apetitos,  inclusive en algunos de nosotros que pasan por mesurados: esto se torna  manifiesto en los sueños.”48 
Habría  que insistir, pues, en esta interpretación del mundo de los sueños  –todo sucede de hecho “cuando uno se echa a dormir”, dice Platón; cuando  la fiera que estaba dormida se despierta, dice Calderón (vv. 3211 y  3206), en portentosa meditación acerca de los sueños, metáfora de la  vida– y en la “narración en forma de juego trágico” de la “genealogía de  la discordia”,  en la que al final se incribe la figura del tirano o  del dépota. Ciertamente, también en esta reconstrucción tipológica que  se lleva a cabo en la República el hombre que se convierte en un “hombre  democrático” tiene un hijo, el cual es llevado a la anomia total, a la  “libertad total” según algunos dicen, estado en el cual crecen hasta el  paroxismo aquellos deseos gracias al vino y los placeres, implantando el  tiránico aguijón de la pasión insatisfecha. Nacen entonces la locura,  la desmesura y la furia, que provocan la génesis del “varón tiránico”,  un “lobo” cruel, un “parricida”, el peor de los hombres, el cual,  despierto, resulta similar a otros en sus sueños de dormidos: de hecho,  ya Eurípides indicó que Eros es tirano, y el hombre, “una vez tiranizado  por Eros, llevará a cabo continuamente durante la vigilia lo que pocas  veces hacía en sueños, sin arredrase ante crimen alguno, por terrible  que sea.”49  De igual modo, podríamos y deberíamos leer La vida es sueño  como la versión barroca y dramática, sobre un escenario, del citado  pasaje de Platón, aprovechando sus agudas referencias al teatro50.   De hecho, el adjetivo “tirano” y los sustantivos el “tirano” y la  “tiranía” aparecen al menos 14 veces en el drama, en ocasiones para  detallar un rasgo de lo salvaje, por ejemplo, el poder de las hierbas  adormideras (v. 994), o el de un hombre violento y agresivo (v. 1657), o  para criticar una deshonra, la un noble que abandona a su amada (v.  2760); también definen un ejercicio injusto de fuerza y de autoridad,  como hace el alcaide sobre un prisionero sin juicio público que lo haya  condenado (v. 309); pero, sobre todo, sirven para denunciar el abuso de  poder que se comete por parte de un padre que es rey, un monarca  absoluto y totalitario que priva a otro ser humano, su hijo, de vida en  autonomía y libertad, y luego le quita al reino su legítimo sucesor (vv.  1504, 2065 y 2300). No obstante, y de un modo reiterado e insistente,  la tiranía es el rasgo decisivo que marca la cruel conducta del joven  príncipe cuando ejerce como tal, cuando se manifiesta como poderoso y  cruel salvaje que de todos cobra venganza (vv. 764, 775, 777, 1118, 1651  y 3070) y llega a reconocerlo explícitamente: “Soy tirano” (v. 1666).  Tan sistemática presencia del problema individual y social de la tiranía  indica que no se trata de una ocurrencia aislada, sino de un concepto  especificamente abordado y analizado, de un tema central en la reflexión  política y antropológica de esta obra, que se atreve a cuestionar el  sistema cultural en el que tiene lugar, el del absolutismo monárquico,  conjurando sus peligros e imaginando una vía que los canalice y los  supere en la práctica, ejemplificada en la parte final de la obra51.   Como ha dicho Fausta Antonucci en la conclusión de su estudio, el  salvaje en Calderón constituye una piedra de toque, propone un  enfrentamiento pero no con la alteridad cultural, sino en el interior de  la propia cultura, entre la norma en estado puro y la norma corrupta,  la desviación de la norma, poniendo de relieve los errores que, como  grietas, se abren en el mundo de los adultos, amenazando su solidez.  Figura del hijo en el sentido individual y social, el salvaje cuestiona  por lo tanto las bases mismas de la cultura paterna, pero no para  ponerlas en tela de juicio, sino para reforzarlas, a través de una  renovación generacional.  
Leviathan. Thomas Hobbes 
 Joan B. Llinares (Universitat de València)
Notas a pie de página
1. En Poética y  profética, Méjico, 1981. Cit. en A. Regalado, Calderón. Los orígenes de la modernidad en la España del Siglo de Oro, II, Barcelona. Destino, 1995, pp. 383-384.
2 Cf. J. B. Llinares, Introducció històrica a l'Antropologia. I. Textos antropològics dels clàssics greco-romans. València, Servei de Publicacions de la Universitat de València, 1995; “La construcción del tipo del "salvaje" en Homero”, en Ludus Vitalis. Revista de filosofía de las ciencias de la vida.   Vol IV, nº 6, México, 1996, pp. 101-125; “El mite del “salvatge” i el  teatre: lectura antropològica d’El cíclop d’Eurípides” en J. V. Banyuls,  F. De Martino, C. Morenilla i J. Redondo eds. El teatre clàssic al marc de la cultura grega i la seua pervivència dins la cultura occidental,  Bari, Levante, 1998, pp. 147-176.
3 Barcelona, Destino, 1996, 348 pp., lo citaremos como SE.4  Barcelona. Destino, 1997, 479 pp., que citaremos como SA. Estos libros  se pueden complementar con algunos artículos del profesor Bartra que  actualmente también están disponibles en internet, por ejemplo, los  siguientes: “Salvajismo, civilización y modernidad: la etnografía frente  al mito”, en Alteridades, 1993, 3 (5), pp. 35-50; “Salvajes barrocos en la ciencia política: una comparación entre Hobbes y Calderón de la Barca”, en Perfiles Latinoamericanos, 1993, diciembre, 3, pp. 145-164; “El mito del salvaje”, en Ciencias,  60-61, octubre 2000-marzo 2001, pp. 88-96. A ello conviene añadir su  condensado texto en el excelente catálogo de la exposición El salvaje europeo,  de la Fundació Bancaixa, que tuvo lugar en Valencia (junio-agosto de  2004), que contiene una hermosa antología de representaciones de este  mito, desde la cerámica antigua hasta la fotografía y los comics de  nuestros días, pasando por obras de varios maestros medievales y de  grandes artistas como Durero, Ribera, Goya y Picasso.
5 Cf. R. Bartra, “Salvajismo, civilización y modernidad”, p. 42.6 Cf. E. Rodríguez Cuadros, Calderón. Madrid, Síntesis, 2002, pp. 42-43.
7 SA, p. 15.
8 Cf. SA, pp. 16-17.
9 R. Bartra ha comentado los tipos de salvaje que ofrece la obra de Lope de Vega (El hijo de los leones, Ursón y Valentín, El ganso de oro, El premio de la hermosura), en la que también aparecen notables mujeres salvajes (como Rosaura en El animal de Hungría, o Leonarda en La serrana de la Vera), cf. SA, pp. 177-204. En Calderón esa figura ya está en comedias como Los tres mayores prodigios, El golfo de sirenas o El jardín de Falerina, cf. op. cit. pp. 172-173, nota 1, como documenta la tesis doctoral de O. Mazur, The Wild Man in the Spanish Renaissance and Golden Age Theatre.,  University of Pennsylvania, 1966. A. Regalado en su voluminoso estudio  sobre Calderón interpreta las figuras de salvaje de obras como En la vida todo es verdad y todo mentira (Focas, cf. op. cit. vol. I, pp. 642-643), La fiera, el rayo y la piedra, La estatua de Prometeo, La torre de Babilonia, Darlo todo o no dar nada, El castillo de Lindabridis (Irífile, Prometeo, Nembrot, Diógenes y Fauno respectivamente, cf.  ibid. pp. 723-729), Las cadenas del demonio (Irene, cf. ibid. pp. 847-848), La hija del aire (Semíramis, ibid. pp .651-654 y  868-914), Los tres afectos del amor, El monstruo de los jardines, Eco y Narciso, La manos blancas no ofenden  (Ronsarda, Narciso, César, cf. op. cit., vol. II, pp. 290 y ss., así  como en pp. 378-380, en las que vuelve sobre obras que ya hemos citado,  como La estatua de Prometeo y La torre de Babilonia).  Valga esta doble enumeración para que se tenga constancia de la amplitud  e importancia del tema y de los estrechos límites de este trabajo.
10 Cf. su importante estudio El salvaje en la Comedia del Siglo de Oro. Historia de un tema de Lope a Calderón,  que se encuentra en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes  (www.cervantesvirtual.com) y que ofrece un panorama detallado y preciso  de este personaje en muchas obras y autores.11 Cf. SE, p. 10.
12 SA, p. 7 y p. 159.
13 Cf. SE, p. 17.
14 SA, p. 23.
15 R. Bartra, “Salvajismo, civilización y modernidad”, p.35.
16 Platón, Protágoras,  327 c-d, trad. de J. Velarde. Oviedo, El Basilisco, 1980, p. 139.  Remitimos al documentado estudio del profesor A. Melero, publicado con  hermosa coincidencia en este volumen, en el que se recogen, traducen y  comentan con gran pericia los diferentes fragmentos que nos han llegado  de esta comedia.
17 M. Detienne. Dionysos mis à mort. París, Gallimard, 1977 y R. Bartra, SE, pp. 21-22 y notas 1, 9 y 50, pp. 63, 64 y 67-68.18 SE, p. 176.
19 SA, p. 13.
20 SA, pp. 20-21.
21 Cf. SA, p. 47.
22 M. Eliade, Mitos, sueños y misterios. Trad. de M. de Alburquerque. Madrid, Grupo Libro 88, 1991, pp. 19-37.
23 Cf. SA, p. 51.
24 Cf. SA, pp. 62 y 51-54, así como Michel de Certeau, La fable mystique, 1. XVIe-XVIIe siècle, París, Gallimard, 1982.
25 Cf. SA, pp. 56-66.
26 Cf. Antonio de Guevara, Relox de príncipes. Ed. de E. Blanco, ABI ed., CONFRES, 1994, pp. 698 y ss. en especial.
27 Como luego veremos, en unos versos en los que se resume el salvajismo del vulgo, Basilio dice: “¿Quién, Astolfo, podrá parar prudente / la furia de un caballo desbocado?” (vv. 2428-2429), que confirman la lectura que proponemos.
28 Como dice E. Rodríguez, “la obra arranca en un paisaje desolado dominado por una naturaleza salvaje.” Cf. op. cit. p. 91.
29 Desde que nació, le dirá Segismundo a Rosaura en la próxima escena, sólo advierte “este rústico desierto” (v. 199).
30 SA, p. 153, nota 7. Las investigaciones de A. Egido y M. Ruiz Lagos documentan que este “vestido de pieles” típico del salvaje es usado por diversos personajes de Calderón. Así aparece vestido en varios autos sacramentales el Hombre (La vida es sueño, El diablo mudo y El año santo en Roma). Igualmente ataviado aparece Adán en dos autos: La siembra del Señor y El día mayor de los días. El demonio también es un personaje vestido de pieles en cuatro autos: El verdadero dios Pan, El valle de la zarzuela, La semilla y la cizaña y A tu prójimo como a ti. El Fauno de la comedia El castillo de Lindabridis sale “vestido de pieles, con un bastón grande y nudoso”; la Culpa sale de igual forma, con garrote, en el auto El laberinto del mundo. Un Príncipe y el Deseo también van de pieles en los autos Los alimentos del hombre y A tu prójimo como a ti. Cf. M. Ruiz Lagos, “Estudio y catálogo del vestuario escénico en las personas dramáticas de Calderón”, en Anales del Instituto de Estudios Madrileños, n. 7, 1971, pp. 181-214 y A. Egido, “El vestido de salvaje en los autos sacramentales de Calderón”, en Serta philologica, II, Cátedra, Madrid, 1983, pp. 171-186, como resume Bartra, cf. SA, nota 1, pp. 172-173.
31 Como explica A. Regalado, el Segismundo de La vida es sueño “acusa su consanguinidad retórica e iconológica con el Ateísmo de los autos o personajes como Nembrot o Semíramis, aparece cubierto con la misma tosca vestimenta de pieles, emblemático atuendo que forma parte de un código iconológico en el que Calderón infunde un explícito sentido metafísico. La iconología del Ateísmo en los autos, vestido de pieles, coincide con los calificativos asociados al ateo –bruto, animal, bestia–, retrato que Egerio en El purgatorio de San Tarsicio adopta diciendo de sí mismo: “porque quisiera / fiera así parecer, pues que soy fiera.” La configuración del emblema se nutre de la tradición bíblica que retrata a Adán vestido de pieles después de la expulsión del paraíso. En la patrística la vestimenta de pieles representa la participación del hombre en la vida biológica, la vida corporal desde la concepción hasta la muerte, en tanto la vida animal del hombre es extraña a su verdadera naturaleza, la de una criatura hecha a la imagen de Dios. A este emblema contribuye otra tradición, la del hombre selvático que se desarrolla en la Edad Media, figura asociada con un tipo de vida instintiva, alejada de la sociedad y sus normas, es decir, de la vida cristiana. Obras teatrales como Magnus ludus de homine selvatico y De ludus et virum dictum Wildmann del siglo XV en el ámbito germánico o esculturas como las que adornan la entrada del colegio de San Gregorio en Valladolid, corresponden a una tradición que se hace presente en La cárcel de amor de Diego de San Pedro y que persiste en el XVII, como el personaje de Cardenio en la primera parte de Don Quijote de la Mancha.” Op. cit. vol. I, pp. 116-117.
32 Cf. las indicaciones escenográficas del autor y los vv. 2021, 2033, 2035 y 2055.
33 Así lo reconoce Rosaura ante el príncipe en la Tercera Jornada: “...el cielo / quiere que la cárcel rompas / desa rústica prisión, / donde ha sido tu persona / al sentimiento una fiera, / al sufrimiento una roca,” (vv. 2879-2883).
34 La leyenda griega ofrece nuevas y muy sugerentes lecturas que no podemos desarrollar: por ejemplo, Rosaura como Ariadna, el hilo salvador como la luz de la razón, el aprendizaje que los sueños proporcionan como la capacidad de convertirse Segismundo en Teseo de sí mismo, gracias al bien obrar y la prudencia, etcétera.
35 Cf. el apartado elaborado por P. Pedraza en el citado catálogo El salvaje europeo de Bancaixa, con su hermoso apartado sobre el minotauro en la obra de Picasso.
36 Cf. nuestro artículo ya citado sobre El Cíclope, así como E. Rodríguez Cuadros, “Introducción” a su edición de Calderón de la Barca, La vida es sueño, Madrid, Espasa Calpe, 1987, p. 47, en donde habla de “la imagen del titán o gigante aplicada a Segismundo (“un volcán, un Etna hecho”, v. 164) que habita, como Polifemo, tras la “funesta boca” de una gruta.” Muy pronto veremos la explícita referencia a los gigantes en el texto (v. 332).
37 Según A. Regalado, “el protagonista se llama a sí mismo “un compuesto de hombre y fiera”, viva representación del animal racional y encarnación de un dualismo que oscila entre la bestia y el superhombre.” Op. cit., vol. I, p. 600. Esta sugerente relectura de Calderón desde Nietzsche (y Heidegger) obliga a un trabajo previo que no debe quedar implícito o supuesto, a saber, la interpretación de la antropología filosófica del pensador del Zaratustra, esbozada a nuestros ojos de manera demasiado rápida y discutible en la citada obra.
38 En la Segunda Jornada Clotaldo también se refiere a “la letras / humanas que le ha enseñado / la muda naturaleza / de los montes y los cielos, / en cuya divina escuela / la retórica aprendió / de las aves y las fieras” (vv. 1027- 1033).
39 Citado en la nota correspondiente a esos versos en la edición de La vida es sueño de Enrique Rull, Madrid, Taurus, 1992, p. 104.
40 Como indica Bartra, esta sugerencia se apoya en la versión medieval del mito del hombre salvaje, como ha mencionado Edward Dudley, en “The Wild Man goes Barroque”, en E. Dudley y M. N. Novak, eds., The Wild Man Within, Pittsburg, University of Pittsburg Press, 1972, y ha explicado Alan Deyermond en “Segismumndo the Wild Man”, en Golden Age Spanish Literature. Studies in Honour of John Varey, ed. de Charles Davis y Alan Deyermond, Westfield College, Londres, 1991.
41 Cf. la nota explicativa de estos versos en la edición de Enrique Rull, op. cit. p. 120.
42 Odisea, IX, vv. 172-176. Trad. de J. M. Pabón. Cf. otros momentos de la obra, como VI, vv. 119-121 y VII, vv. 575-576, en los que se formula esta misma dualidad.
43 Más adelante, Clotaldo plantea la alternativa entre ser “más apacible” y ser “cruel” (vv. 1677-1679).
44 De nuevo, un concepto central de la ontología de Nietzsche permite releer a Calderón como uno de los autores capitales de nuestra modernidad. Aunque volvemos a necesitar una exposición suficiente de esa filosofía, nos permitimos la cita de una importante página de A. Regalado sobre esta cuestión: “Calderón desarrolló matizadas variantes del hombre selvático dotando a esta figura de una polifacética complejidad que hospeda una dialéctica entre barbarie y cultura, desenfreno y orden, naturaleza y artificio, convirtiéndole así en el crítico de la civilizaciónh y del origen de la cultura que, in statu nascendi, es imposible sin el “salvaje” que la crea. El arquetipo del hombre selvático emblematiza la voluntad de poderío del tirano (Focas, Aureliano, Nembrot, Segismundo), personaje que niega ya implícita o explícitamente los límites impuestos por la ley divina, la ley natural y el contrato social que cimenta el orden de la sociedad civil. Este arquetipo configura a la vez una vertiente del hombre filosófico que descubre el asombro en el estado de naturaleza (Prometeo, Heraclio, Segismundo, Narciso, el Hombre de los autos sacramentales) o que regresa voluntariamente desde la civilización a la naturaleza (Diógenes en Darlo todo o no dar nada). El carácter dialéctico del hombre selvático se pone de manifiesto en las representaciones contrapuestas de esta figura –Heraclio y Leonido, Prometeo y Epimeteo–, parejas de hermanos que encarnan conflictivamente el carácter fratricida de la dialéctica, que también adopta una expresión mítica y alegórica en las figuras de los dioses y las diosas... del teatro mitológico de Calderón. El hombre selvático forma parte de esta dialéctica como agente de un impulso metafísico que se constituye como voluntad de poder y voluntad de saber, ya puesta al servicio de la recta razón y de la justicia o al de la voluntad de la voluntad, que no reconoce más límites a su querer que los que se impone a sí misma en vistas de sustentar ese mismo poder que sólo mantiene aumentándolo.” Op. cit., vol. I, p. 724.
45 Cf. J. Rivera de Rosales, Sueño y Realidad. La ontología poética de Calderón de la Barca, Hildesheim-Zürich-New York, Georg Olms Verlag, 1998, pp. 141-185.
46 Uno de los textos de referencia al respecto es el artículo de M. F. Sciacca “Verdad y sueño en La vida es sueño de Calderón de la Barca”, en M. Durán y R. González Echeverría eds., Calderón y la crítica: historia y antología, Madrid, Gredos, 1976. E. Rodríguez también lo ha indicado con toda claridad, cf. op. cit. así como sus imprescindibles artículos, recogidos en parte en la sección dedicada a Calderón en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, que ella misma coordina.
47 R. Bartra, SE, p. 49. Platón, República, 573 c, trad. de Conrado Eggers Lan, Madrid, Planeta-deAgostini, 1995, pp. 376-377.
48 Platón, República, libro VIII, 544c y ss. y libro IX, 571b-572b, ed. cit., pp. 331- 337 y 373-375.
49 Cf. Hipólito, v. 532 y República, libro VIII, 565e-566a; 569b y 574e-575a, ed. cit. pp. 365-366; 371 y p. 379.
50 Según A. Regalado, Calderón, “que tuvo gran tino para representar la figura del tirano, entendió la tiranía como el punto extremo de la transgresión del límite y de la condición finita del hombre.” Op. cit., vol. I, p. 885.
51 Puede comenzar ahora la comparción de esta visión calderoniana del salvajismo con la que ofrecen otros grandes autores del Barroco, como Th. Hobbes, o B. Pascal, o con Gracián, tarea suficientemente apuntada por R. Bartra en SA.
 























 
 
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