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jueves, 28 de abril de 2011

Cercano al monte Eliade, donde confluyen los ríos Tigris y Eúfrates, allí donde situaban la utopía, nació Artenea. Artenea, ausente de identidad única, sin saber apenas si en ocasiones se llamaba Atemisa, nació de las sombras de la oscuridad en las que nada tiene explicación a través de la vista. Sin embargo, Atemisa, desde su misma generación por aquello que nombraba la ausencia de ser, deseaba buscar una explicación racional a todo. Ella era conocimiento y fuerza, racionalidad y sentimiento, cultura y naturaleza animal, pero, ante todo, era un híbrido. Híbrido como aquellos que genealógicamente conocen y no conocen cuál es su forma de actuación, como aquellos seres que rozaron y no alcanzaron, o como aquellos que alcanzaron y no rozaron lo que era una norma.
Artenea era intocable, invisible, inmensamente bella y sabia. Ordenaba aquello que pertenecía a la cabeza y escuchaba el eco que vivía en el corazón. Para cada momento, Atemisa sabía conjugar el poder de la Razón y el Sentimiento, de la Pasión y la Luz, de las Sombras y la Inteligencia.
Sin embargo, el carácter único de Atemisa no era el gran poder de hibridar sus actitudes, sino su forma de adquirir la energía para vivir. Artenea no comía, no digería, no hacía fotosíntesis alguna como los seres de la naturaleza. Ella no comía, sino que necesitaba ser comida. Así, Atemisa apagaba su vida con la soledad de su entorno. Si nadie gritaba su nombre en los acantilados, si Eco, Nardusa o Mecisa no lo repetían a cada momento, Artenea se marchitaba como una flor cortada y expuesta al sol. Sin embargo, cuando alguien en el mundo la recordaba y abría camino a la voz que pronunciaba sus nombres, Artenea renacía en su corazón, latiéndose, hasta el momento en el que llenaba el mundo de grises y rojos.
Atemisa no era inmortal como todos aquellos dioses griegos, no podría sobrevivir a los tiempos del devenir humano. Pero Piferaio, el dios de los dioses del Olimpo decidió que Artenea, con su poder, con su lucha de carácter contra la decadencia de la vida humana, debía devenir inmortal. Así, un día, mientras Atemisa caminaba apresurada y tranquila por los campos llenos de Laurel, Piferaio, disfrazado de músico, conquistó su corazón. Artenea se acercaba a sus labios como si fuese la flauta de Pan de aquel bello fanciulo músico, y mientras los besaba iba sintiendo cómo sus manos se conviertían en ramas, su cuerpo en árbol y devenía aquel ser vivo que tanto tiempo llevaba deseando, el primer Macacus Regenerantis.

Imagen: Gala Fernández. Texto: Nieves Soriano Nieto


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Near the mount Eliade, where the rivers Tigris and Eufrates converge, where Utopia was placed, Artenea was born. Artenea, absentee of an unique identity, without hardly knowing if sometimes she could be called Atemisa, was daughter of the shades of the dark in which nothing has explanation by sight. Nevertheless, Atemisa, from the beginning of its generation by what it was named the absence of being, wished to look for a rational explanation for everything. She was knowledge and force, rationality and feeling, culture and nature animal, but, first of all, she was a hybrid. Hybrid like those that genealogically know and do not know at the same time what is their form of performance, like those beings who grazed and did not reach, or like those who reached and did not graze what was a norm. Artenea was untouchable, invisible, immensely beautiful and wise. She first ordered what belonged to her, listening the echo that lived in her heart. For every moment, Atemisa knew how to conjugate the power of Reason and Feeling, Passion and Light, Shades and Intelligence. Nevertheless, the unique character of Atemisa was not the great power to hybridate her attitudes, but her form to acquire the energy to live. Artenea did not eat, did not digest, did not make photosynthesis like the other beings in Nature. She did not eat, but needed to be eaten. Thus, Atemisa felt as her life was extinguishing when the solitude surrounded her. If nobody cried her name in cliffs, if Echo, Nardusa or Mecisa did not repeat it frequently, Artenea died like a flower cut and exposed to the sun. Nevertheless, when somebody in the world remembered and let the voice pronounce her names, Artenea felt renewed in her heart, beating herself until the moment in which she filled the world of red and grey. Atemisa was not immortal like all those Greek Gods, could not survive to the times of human life. But Piferaio, the God among the Gods of the Mount Olympus decided that Artenea, with her power, her character of fighting against the decay of the human life, had to turn into immortal. Thus, one day, while Atemisa walked hurried and calmed by the fields full of laurel, Piferaio, disguised of musician, conquered her heart. Artenea approached her lips as if he was the flute of Pan, of that beautiful musical fanciulo, and while she kissed him she was feeling as if her hands were turned into branches, her body into tree and she happened to be this thing that she was desiring since a lot of time ago: the first Macacus Regenerantis.

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